miércoles, 9 de febrero de 2011

ÁPEIRON HIGHLIGHTS 6 (procedente del número 4)

CRACK-UP

Por Andrés Vahos Vahos (Paris 8 Université)

Mi profesor de Marx utilizaba siempre una “T” mayúscula cada vez que escribía Teoría de la historia. Su aliento solemne y su cuello rígido cuando leía el manifiesto comunista me causaban un poco de lastima, me recordaba el cura de mi pueblo enseñando el catecismo del padre Astete. Para nuestra generación el Marxismo era una doctrina religiosa de viejos ateos con pipa apagada. Soporte ideológico de una revolución fallida. Ropa triste y olor a naftalina. Mi primer capital me lo regalo un tío lejano que trabajó toda su vida en las oficinas del banco Santander. Recuerdo la dificultad que representaba para este hombre de vientre abultado alcanzar la crítica de la economía política que reposaba tranquila sobre el tercer estante de su biblioteca, justo al lado de una fotografía vieja donde se le veía de cabellos largos en su época de militante. “Léalo con mucha atención”, me dijo mi tío en un tono nostálgico y perentorio, como si me entregara una herencia, una joya o un arma.

Nunca leí el capital hasta llegar a la universidad. Las películas de Eisenstein excitaban más mi espíritu político que la reseca teoría marxista. Y después llego Althusser. A decir verdad, Para leer el capital nos interesaba sólo porque sabíamos que el autor era un loco y un asesino. El soplo fresco que representaba el estructuralismo estaba cargado de demencia, y esto nos seducía con la misma fuerza que la vida turbulenta de las estrellas de rock. Althusser nos enseñó a leer el capital sin el peso agobiador de Hegel. Esto significaba que cada uno “abría a su manera su propia línea oblicua en el inmenso bosque del libro”. Fue como remplazar el fastidioso ruido de una maquinaria pesada por el ritmo limpio de una estructura silenciosa y lubricada. Sin los mitos hegelianos “el proceso de producción del capital” devenía igual de placentero que “a la sombra de las muchachas en flor”. Leer a Marx sin ningún respeto religioso, liberados del peso de la revolución, se convirtió en un goce. El capital remasterizado era una verdadera puesta en escena, un teatro, una danza: como pasear con Alicia en un país donde la escuela es comparada con una fábrica de embutidos, se intercambian biblias por botellas de aguardiente, las mesas bailan sobre cuatro patas y salta por doquier el duende mágico que habita el dinero.

No teníamos teoría política, no teníamos conciencia. “Sois unos inconscientes” se nos decía a menudo. La revolución era una palabra vacía escrita en camisetas publicitarias bajo la imagen gastada del “che”. Necesitábamos una creencia para orientar nuestras acciones, un sentido para nuestras vidas desorientadas. Enfrente teníamos el matrimonio, la vida familiar, el trabajo, el divorcio y la pensión. No queríamos nada de eso. Luego encontramos a Weber, Adorno, la escuela de Frankfurt. Creíamos en rescatar la esencia del hombre de las garras alienantes de un sistema opresivo. Luego apareció la anti-psiquiatría y la liberación sexual. Creíamos que la lucha política era lo mismo que liberar la energía libidinal. Honrar al loco cuando emergiera a superficie. Tirárselas a todas, entre mas jovencitas mejor, luego ver una película de Margarite Duras. Oponerse a la fabricación industrial del deseo y la represión social. Nos enamoramos en una asamblea general. Con el amor se esfumó nuestro interés político. Con gusto cambié todas las reivindicaciones sociales de los obreros del mundo por la tibieza de su cuerpo. Días completos sin salir a la calle, el tiempo lamiéndonos los pies, el olor a piel por toda la habitación. Música, pizzas, cervezas, films. No necesitábamos nada más. Un día la magia se rompió. Perdimos la inocencia y los sueños desfilaron hacia el lavabo. Lloramos. Acusaciones, reclamos, odio, miedo, desamor. De nuevo la filosofía, la frígida y orgullosa novia que nunca se deja poseer.

Buscamos en las psicodélicias un remedio contra la uniformización, la masificación, el aislamiento. Éramos espontaneistas y situacionistas, sin saber lo que significaban estas palabras. Nos divertía más jugar con el tarot según las indicaciones del mago Jodorowsky que leer con desánimo el ser y la nada. Queríamos viajar a México para encontrar a Don Juan. Trasgredir la cultura, la ley, la realidad y el poder. Sin familia, sin dios y sin patrón. Creamos nuestros propios falansterios, mitad hippies, mitad punkies, mitad cyborgs. Los gestos codificados, el lenguaje fingido, las jerarquías solapadas invadieron la comunidad cada vez más parecida a la sagrada familia o una secta oriental. Volvimos a casa. Aprendimos a mentir. Nos esperaba la consola de juegos y el ordenador. Las pantallas se convirtieron en la casa del ser para nuestro ocio: alimento jugoso para el apetito voraz de las tecnologías del espíritu. Éramos huérfanos y vimos mucha televisión.

En la facultad de filosofía, la hoguera de las vanidades, aprendimos a defender una tesis con los mimos argumentos que luego utilizábamos para postular lo contrario, finalmente planteábamos una salida intermediaria que teníamos preparada de antemano. Nos volvimos atletas del pensamiento, fisicoculturistas de la mente. Momias entrenadas en descifrar jeroglíficos. Fálica, tierna y vanidosa cofradía de la erudición inútil. Nos aburríamos. Luego apareció Deleuze y Foucault. Nos sentaban bien los 30 años, sin trabajo definido, sin un hogar fundado, con zapatos tenis de adolescente y el anti-edipo bajo el brazo. No hay teoría, la gran teoría que estábamos esperando no existe, solo una caja de herramientas dispersas. El enemigo es difuso, la resistencia también lo es. El campo social es un enfrentamiento móvil de puntos de combate. Pensad en las estrategias y no os enamoréis del poder. Algo nuevo después de Marx. Haced lo múltiple, creced por rizoma. Aprended a seguir vuestra propia línea de fuga, tened confianza, plegadla con prudencia y habitad en ella. Producid el sentido. Efectuar el acontecimiento es hacerlo brillar en su punta más fina. Parecía fácil. Queríamos escribir. Escribir la imposibilidad misma de escribir. Y de pronto algo se rompió. Nos convertimos en ese vaso de porcelana que nadie se atreve a tirar a la basura pero que tampoco se ofrece a las visitas. La fisura en el alma que tanto anuncio Fitzgerald. Paseos por el campo. El resplandeciente amarillo del trigo y el brazo tierno de mi madre. Las pastillas, mañana, tarde, noche. Toda vida es un proceso de demolición. Los días que se funden hasta hacerse un solo día interminable. Visitas de personas que no reconozco y que terminan por discutir entre si hasta hacerme invisible. Incomunicado. Dios como un salvavidas inservible en medio de una playa desierta. “y nosotros lo creíamos el más inteligente de la casa” escucho decir a mis diez tías. Melancolía dice el doctor. Una libido furiosa girando sobre sí misma. Una idea fija, delirante, obsesiva. Game over. No juego más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario