martes, 8 de febrero de 2011

ÁPEIRON HIGHLIGHTS 1 (procedente del número 4)

Entrevista a José Luis Pardo[1] por Belén Quejigo.

Sé que dispone de poco tiempo y por eso le agradezco aún más que haya accedido tan amablemente a concedernos esta pequeña entrevista. Bueno, la primera pregunta es casi forzada teniendo en cuenta los temas que le preocupan. Con la que está cayendo ¿Es posible hacer algo así como filosofía?

—No, es una cosa completamente imposible. Es verdad que era igualmente imposible en el siglo XVII, con la que entonces estaba cayendo, que no era manca, por no hablar de lo imposible que resultaba en la Grecia del siglo IV antes de nuestra era, cuando la filosofía ni siquiera estaba inventada. Siempre ha sido una cosa improbable, inverosímil, intempestiva, anacrónica. Pero se ha hecho. No a pesar de lo que estaba cayendo sino precisamente porque estaba cayendo lo que caía y con eso mismo que caía y en mitad de la lluvia, ya fuesen picas de Flandes o chuzos de punta. Esto no es, sin embargo, una declaración de puro optimismo. Sí es muy posible que se acaben las Facultades de Filosofía, e incluso los libros de filosofía, al menos tal y como los hemos conocido desde hace muchísimos años. Y eso, para nosotros, puede ser bastante infernal, aunque la filosofía se lo tome con más calma.

Más de una vez le he oído y leído aquello de que "un día las asignaturas pasaron de tener contenidos para ser algo tan banal y con términos tan económicos como los créditos" ¿Cree que las facultades de Filosofía y Letras desaparecerán pronto o dejarán de ser lo que son -o ya no son lo que eran-? ¿Se puede evitar?

—Creo que es bastante probable que las Facultades de Letras, de Humanidades y de Filosofía (estas últimas dudo muchísimo que puedan sobrevivir con esta denominación) acaben convertidas, en un plazo difícil de predecir con exactitud pero no demasiado largo, en suministradoras de habilidades auxiliares e instrumentales para otros saberes directamente aprovechables en el mercado laboral y profesional, lo que sin duda modificará sustancialmente la naturaleza de lo que se enseña en ellas y el carácter de quienes en ellas estudian, investigan y profesan, como en parte ya ha sucedido en muchos lugares con las carreras de “letras” más características. Creo que esto será claramente un empeoramiento en las condiciones de la investigación y de la transmisión del conocimiento, y que eliminará del saber universitario justamente el margen de independencia que estuvo en el origen de la constitución misma de la ciencia y, desde luego, de su “prestigio” social. Dicho esto, digo también que los muchos y variados males que se perfilan en la Universidad del futuro (algo de lo que resulta difícil hablar entre nosotros, pues nadie tiene ni quiere tener la menor idea de cómo será eso) no son suficientes para hacer buena la Universidad que tenemos hoy en España, cuyos vicios, corrupciones, entumecimientos y enquistamientos son genuinamente perversos. No sé si se puede evitar (pues en ese caso tendría una idea acerca de cómo hacerlo, y sin duda estaría poniéndola en práctica), pero en lo que a mí concierne no pienso ir al matadero cantando de alegría. Eso por lo menos, aunque me llamen cascarrabias.

Foucault, por ejemplo, practicó y reivindicó la figura del "intelectual específico" ¿Cree que sigue siendo importante está figura para luchar -siempre de manera local- contra la que se nos viene encima? ¿Es esa la función del intelectual actualmente o más bien como señala, muy a su pesar, la función de lo que hoy denominamos "el intelectual" consiste en ser "un guardián"?

—Lo del “intelectual específico” tenía un sentido que estaba bastante claro cuando Foucault enunció esa propuesta: él estaba intentando, ante todo, distanciarse del modelo del “intelectual universal”, representado en Francia por Sartre (y por toda la constelación de escritores y artistas que giraban alrededor de su órbita), es decir, el que actúa como conciencia de la humanidad en la historia universal, prestando su apoyo a aquellas causas que, en cualquier parte del mundo, signifiquen un paso hacia delante en términos de libertad. El terror que a Foucault le producía esta figura estaba, pues, en parte justificado por el papel a veces puramente testimonial, a veces sinceramente ridículo, otras rayano en la complicidad con lo criminal que había desempeñado Sartre al servicio de las más variadas causas (la guerra de Vietnam, Cuba, las guerrillas del Che, la URSS, las huelgas de Clignancourt, el maoísmo, los panteras negras, etc., etc., etc.). Foucault pensaba que estos errores y espectáculos patéticos de mandarinato podrían evitarse si el intelectual intervenía solamente en aquel campo que él había investigado, en donde su ventaja epistemológica le permitiría hacer elecciones más correctas por atenerse a la “historia específica” de un determinado problema y no a la historia “universal”, que supongo que despreciaba. Pero la intervención más adaptada a esas condiciones de todas aquellas en las que participó, la del Grupo de Información sobre las Cárceles, fue bastante decepcionante; tanto que no se pusieron en marcha toda una serie de iniciativas que estaban ya diseñadas en esa línea (puedo imaginarme algo de aquella locura si pienso en lo que pasaba en España en la misma época con los grupos de “Psiquiatrizados en lucha” o con la COPEL [coordinadora de presos en lucha], que conocí más o menos de cerca). Fuera de eso, las demás intervenciones de Foucault (a propósito de la Boat People, a propósito de sindicato Solidaridad de Polonia, o de los refugiados, o incluso de los condenados a muerte en España en los últimos estertores del franquismo, etc.) son difíciles de diferenciar, a primera vista, de las de los intelectuales “universales” y su estrellato público, porque no se percibe bien lo que tienen de específico. Por no hablar de sus crónicas sobre la emergencia de Jomeini en la prensa italiana. En una palabra, creo que lo que Foucault descubrió, de una manera que después de todo merece el reconocimiento hacia alguien que corre el riesgo meter la pata en el barrizal de su tiempo, es que también puede uno equivocarse garrafalmente siendo un “intelectual específico” y no “universal” (hubo un tiempo en el que, muerto Sartre, Foucault y Habermas representaban estas dos figuras; pero hoy, muerto Foucault, Habermas y Derrida firman juntos una proclama a favor de la constitución de un ejército europeo) . De cualquier manera, creo que la figura del “intelectual específico” está hoy tan devaluada y periclitada como la del “intelectual universal” en los últimos años de Sartre. Entre otras cosas, porque lo que sí existe es un movimiento potentísimo y concertado para retirarle al intelectual toda su “especificidad” y su “universalidad”, es decir, para destruir la autonomía relativa que habían conseguido desde finales del siglo XVIII, en algunos lugares, los campos específicos de la investigación científica, el pensamiento filosófico o la actividad artística en general, de tal modo que, por una parte la erosión de las estructuras del Estado de Derecho, y por otra la aplicación indiscriminada de las nuevas tecnologías de la comunicación, están consiguiendo eliminar, como he dicho hace un momento, la independencia de la que gozaron alguna vez los intelectuales, escritores, artistas y científicos, empezando por hurtarles las condiciones para valorar su propio trabajo, realizarlo y divulgarlo; y cada vez todos los productores de cultura somos más dependientes de los poderes fácticos y la cultura misma se hunde en la más absoluta falta de criterio.

Hay un pequeño texto de Deleuze en el que dice "triste generación la que carece de maestros". También Agustín García Calvo, quitándose de en medio toda la parafernalia pedagógica que últimamente nos invade, define a Rafael Sánchez Ferlosio como "maestro en un país lleno de profesores". ¿Cree que cada vez son menos los maestros y que todas las generaciones venideras -incluso las presentes- serán (o son ya) tristes?

—Estoy completamente de acuerdo con la frase de Deleuze, aunque no del todo seguro de que se trate de un asunto generacional. Hay un sentido de la palabra “maestro” que se refiere alguien que inicia a otro en el camino de un determinado saber, que le orienta científicamente al mismo tiempo que le transmite un estilo intelectual y hasta un temple moral. Yo, por desgracia, no tuve nunca nada parecido a esto y he tenido que iniciarme (y todo lo demás) bastante solo y con poca ayuda, lo que me ha puesto las cosas mucho más difíciles que a quienes sí han gozado de esa orientación. No sé si eso me hace triste. Me hace solitario, eso desde luego, lo cual, como se ha dicho tantas veces, tiene algunas ventajas y muchísimos inconvenientes. Pero Deleuze no se refería exactamente a esto. Sus “maestros” en ese primer sentido habrían sido Jean Hyppolite, Ferdinand Alquié o Maurice de Gandillac, que guiaron sus pasos en su carrera como profesor de filosofía; no obstante, al hablar de maestros él piensa en uno de quien no ha recibido jamás clases y que no ha intervenido en su formación académica, el ya citado Jean-Paul Sartre, “un soplo de aire puro” que entraba en la Sorbona a través de los libros y de las conversaciones, de la prensa o de la radio. En este sentido, seguro que todos hemos tenido algún maestro, alguien que nos ha dado el oxígeno necesario para respirar cuando el ambiente estaba demasiado cargado, aunque sólo algunos han tenido la suerte de que fuese también su profesor (lo que les hace menos solitarios). La “tristeza” mencionada por Deleuze se relaciona probablemente con otra cosa que él solía decir: que quien no admira a nadie está como muerto por dentro. Un maestro es alguien a quien se admira, alguien a quien uno procura imitar en su estilo, en su carácter, incluso aunque su orientación científica, su opción intelectual o su elección filosófica sea radicalmente distinta de la propia. He tenido algunas otras inspiraciones, sin duda, pero en filosofía no tengo la menor duda de que Deleuze ha sido mi principal maestro, aunque no mi profesor, y aunque tantas cosas me distancien de él: era un auténtico “soplo de aire puro” en la Complutense de 1976, cuando yo llegué a sus aulas en el turno de noche. Su nombre me salvaba del plomo que se respiraba en aquel ambiente.

¿La filosofía sirve entonces "para entristecer" hoy más que nunca?

—¡Espero que no! Viendo a los estudiantes, especialmente viendo la actitud que han mantenido frente a la implantación del Plan Bolonia, estoy seguro de que hay todavía reservas de oxígeno.

Sospechaba que estaba desde hacía algún tiempo distanciado de Deleuze, pero durante su visita a nuestra facultad el año pasado lo afirmó diciendo: "Por muy distanciado que me sienta de Deleuze sigue siendo un pensador que me deslumbra". Sin embargo sé que sigue impartiendo sus clases sobre él y trabajándolo en muchos de sus libros. ¿Podría matizar un poco más ese distanciamiento y esa admiración?

—Como he tenido ocasión de explicar en varias ocasiones, mi relación con Deleuze ha pasado por diferentes fases. Una primera, de adhesión inquebrantable, cuando sencillamente él me descubrió la filosofía al mismo tiempo que me atrajo a ella de una forma irresistible. Es la época que comienza con la aparición en España de El Anti-Edipo y llega hasta mi tesis doctoral y mi Violentar el pensamiento. Luego, tras un período de alejamiento de su obra (años de formación, en suma), volví a frecuentarlo fundamentalmente por causa de la fatalidad (su muerte en 1995 disparó una serie de publicaciones, traducciones y reuniones en las que me vi involucrado), y entonces procuré señalar los puntos en los cuales mi concepción de la filosofía se iba alejando de la suya o, dicho de otro modo, aquello que del planteamiento de Deleuze no podía ya compartir y que, por tanto, me obligaba a caminar desde entonces por mi cuenta y riesgo. Esta es la época que comienza con La intimidad, que yo considero mi segundo primer libro, porque ahí encontré —ya lo había hecho en 1989, con La Banalidad, pero de un modo tan secreto que ni yo mismo me había dado cuenta del procedimiento— un “acceso personal” a la filosofía que antes nunca había logrado. Mucho más recientemente, de nuevo por el azar de compromisos editoriales (las traducciones de La isla desierta y Dos regímenes de locos), volví a la compañía de Deleuze durante una larga temporada y, aunque no puedo decir que lo hubiese olvidado, eso me hizo recordar que, fuesen cuales fuesen nuestras diferencias, se trata de una figura intelectual de una estatura filosófica y de un vigor tal que es imposible no sentir antes ella respeto y contagio. Así que, de forma bastante modesta, me propuse un ejercicio académico —o al menos profesoral— en el que aún estoy involucrado, aunque espero que no por mucho tiempo más: tras haber estado un montón de años trabajando sobre la obra de Deleuze, he acumulado una buena cantidad de estrategias, trucos, tácticas, herramientas y astucias para intentar comprender a este pensador, y me he propuesto ponerlas todas ellas, valgan lo que valgan, a disposición de la comunidad de lectores de Deleuze —que es creciente y se renueva constantemente— por si pueden serles de alguna utilidad para abrirse paso en un pensamiento difícil pero, desde luego, deslumbrante. Así que espero publicar en breve un volumen titulado A propósito de Deleuze, que reunirá mi antiguo Violentar el pensamiento con toda una serie de artículos sobre Deleuze que he ido publicando entre 1994 y 2005, y en seguida otro —casi acabado ya, pero aún sin título definitivo— en el que haré esta entrega simbólica de mis cartas deleuzeanas puestas boca arriba.

Deleuze decía que quería organizar sus libros y sus clases como lo están las canciones de Bob Dylan, y usted últimamente hace algo parecido con Los Beatles. Además de la ilustrativa ¿Qué función desempeñan o han desempeñado Los Beatles en su obra?

—Bueno, esto es una cosa muy difícil de explicar. Si uno se fija, siempre he tenido la tendencia a colocar “exergos” de música pop en mis textos (David Bowie está en el frontispicio de mi librito sobre La Metafísica, y el propio Dylan introduce un artículo sobre Rafael Sánchez Ferlosio que publiqué en Archipiélago), y a veces incluso a hacer exégesis de esas letrillas (por ejemplo, De dónde son los cantantes). En La regla del juego la cosa llegó a un extremo, en el sentido de que cada uno de los capítulos (y a veces de los subcapítulos) lleva una estrofa de los Beatles. Empezó casi como un divertimento, obviamente, pero terminó siendo mucho más, porque la pieza musical que introducía un capítulo marcaba el tono, daba el paso y el hilo, y mi necesidad de compaginar el texto con la música acabó siendo grande (ahora soy incapaz de recordar los capítulos sobre el Sofista de Platón sin tararear ‘A day in the life’…). En ese momento —cuando escribía La regla— yo no sabía que había destapado la caja de los demonios, una caja de la que saldría primero la portada del Sgt. Pepper’s y que, a través de ella, me obligaría a escribir una suerte de reverso de La regla del juego, Esto no es música, un libro en el cual los Beatles ya no son simples acompañantes o músicos de fondo, sino que llevan en buena medida la voz cantante. Es decir, que se trata de la cosa más difícil que he hecho nunca en este terreno: nada parecido a “filosofía de la música”, sino más bien a hacer una “versión” filosófica de Abbey Road intentando conseguir, mediante la escritura y los medios propios del ensayo filosófico, unos efectos análogos a los que la música consigue con sus propios medios. Era una auténtica locura y en el fondo condenaba a Esto no es música a ser un libro un poco maldito, pero era la manera de resolver de un modo profesional ese “zumbido” de la música en los textos que ha estado siempre presente en mis escritos. Y lo que de verdad me interesaba en ese libro —es decir, invertir todos mis recursos de profesor de filosofía para describir lo que llamaba “el malestar en la cultura de masas”— no creo que hubiese podido siquiera aflorar de no ser por los Beatles (también su magisterio era un soplo de aire puro en una atmósfera irrespirable). Cuando antes hable de un “acceso personal” a la filosofía, claro está que no me refiero a nada parecido a que mi persona se apropie de algo de la filosofía, impregnándola de mis propias miserias (esto de tener una “filosofía personal” me parece escandaloso de pura pretenciosidad, y desde luego me espantaría que me ocurriese), sino más bien a aprender a tratar a la filosofía en persona, es decir, con un enorme respeto y, al mismo tiempo, sin miramientos. Me explico: para escribir filosofía yo creo que se precisa practicar un escrupuloso acatamiento de la alteridad de la cosa misma en pos de la cual se va, una rigurosa obediencia al precepto de dejar ser a la cosa lo que ella es sin querer subsumirla en la inmanencia del que la piensa, y sacrificando a este fin el lenguaje hasta donde sea necesario para garantizar esa alteridad; y, dada esta condición, perseguirla (a la cosa) por donde quiera que ella se meta, sin importar lo largo, intrincado o inconveniente que sea el camino, pertrechándose sobre la marcha de las vituallas necesarias para hacerlo y sin pararse a reflexionar sobre el qué dirán nuestros conocidos si nos ven transitar por esos barrios tan poco frecuentados o inusuales.

Usted mismo plantea en una nota al pie de Esto no es música una pregunta bastante interesante, a la que creo respondí con poco éxito. Ésta es "He aquí una buena pregunta para estudiantes en busca de un tema de tesis doctoral: de acuerdo con criterios fijados por su propio autor en obras teóricas ¿es "El nombre de la rosa" una novela popular de la cultura de masas o una narración-arte de la alta cultura?" Yo le contestaría, como lo hice en una ocasión que diciendo que "depende quién la lea y cuándo lo haga". Como usted mismo dijo, vio la portada del Sgt. Pepper’s (tal vez envuelto en la cultura popular) de niño y años más tarde le suscitó algo bastante más profundo. ¿Depende entonces del cristal con el que se mira o existe una diferencia más profunda? ¿Puede lo popular convertirse en alta cultura y viceversa? ¿O más bien ambas cosas son las dos cosas a la vez y al mismo tiempo?

—Yo creo que su contestación es acertada. En primer lugar, me parece que el fundamento de ese comentario mío era poner en entredicho la idea de Eco de que la distinción entre “cultura popular” y “alta cultura” es una cuestión de código —de hecho, la nota de marras se encuentra al pie de la discusión de esta idea—, porque creo que llevada a sus últimas consecuencias —como Eco la lleva en El superhombre de masas— se revela completamente estéril (porque se trata de una diferencia social, no de una diferencia semiótica). En segundo lugar, la distinción entre “alta cultura” y “baja cultura” es intelectualmente muy poco nutritiva (por eso considero un error intentar rellenar esos conceptos mediante unos códigos supuestamente profundos): tiene una tremenda importancia práctica, económica, política, pragmática, pero teóricamente resulta muy vacía. De hecho, en el proyecto del Estado social de Derecho, esa frontera entre alta y baja cultura debería tender a desaparecer, o al menos a atenuarse, debido al acceso a la educación superior de las clases que antes tenían negado ese tipo de educación, lo cual era el factor principal de constitución de la "cultura popular". El abandono del proyecto del "estado del bienestar" por parte de la derecha y de la izquierda (siendo esto último bastante más sorprendente) ha creado una situación completamente nueva, un malestar desconocido (o casi olvidado) también en el terreno de la cultura. Cuando se abandona la idea de atenuar políticamente la diferencia de clases (cuando la disminución de las desigualdades sociales deja de ser la prioridad del Estado ( la cultura oficial tiende a "disimular" un problema para el cual ha dejado de tener soluciones y lo encubre mediante mecanismos de desviación social de la atención. Esto es lo que sucede actualmente con la cuestión de la identidad. En el libro recuerdo que el año de nacimiento del rock'n'roll en Memphis (1954) coincide con la sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU. que declaró inconstitucional (incompatible con la cuarta enmienda) la segregación de los negros en las escuelas. Elvis Presley grabó That's all right, mama porque se olvidó de que era un joven blanco, y por esa misma razón (porque no reparó en que era un blanquísimo adolescente británico( Paul McCartney la añadió al repertorio de su grupo de Liverpool; ambos pudieron olvidarse de su identidad porque se daban las condiciones de posibilidad de ese olvido (desprenderse de sus particularidades estigmatizantes y elevarse a un plano de individuación virtualmente universal), y el "éxito" de sus fórmulas musicales es una apuesta por un mundo en donde ese "olvido de la identidad" es posible. A ver quién es capaz hoy de olvidarse de una cosa así. Y, finalmente, en efecto, yo vi la portada del Sgt. Pepper’s por primera vez hace algún tiempo, y dejé de reparar en ella hasta que me salió al paso de pronto a comienzos de este siglo. No es tanto que en esas dos contemplaciones se haya desplazado desde lo bajo a lo alto, sino que el cambio de contexto podía hacer peligrar su significado: quien ahora vea esa mezcla desjerarquizada que recuerda una célebre canción de Cole Porter puede pensar: de aquellos polvos vinieron estos lodos, el “todo vale” posmoderno (que también fue enunciado por primera vez por Cole Porter: Anything goes), etc., etc. Yo me acordaba de que la portada no significaba exactamente eso, y me propuse hacer un esfuerzo por reconstruir ese recuerdo. En ese punto, la diferencia entre lo alto y lo bajo —como sucedía ya en la canción de Cole Porter— dejaba de tener relevancia.

Marx decía que "el capitalismo es una inmensa acumulación de mercancías". De manera análoga Debord dice que "la sociedad del espectáculo es una inmensa acumulación de imágenes", y para usted "la situación moderna es una inmensa acumulación de basuras". ¿Puede explicarnos brevemente en qué consiste y por qué?

—Podría ahora decir aquello de Me alegro de que me haga esa pregunta, porque en los próximos meses aparecerá un libro mío titulado Nunca fue tan hermosa la basura —como el artículo que cita en su pregunta—, que recogerá algunos textos ya publicados pero dispersos o inaccesibles y a los que tengo en cierta estima. Yo diría que nuestra época es paradójica también en esto: es la que ha producido la mayor cantidad (y “calidad”, si puede decirse así) de basuras de toda la historia de la humanidad, con gran diferencia, pero es al mismo tiempo la única que ha producido —logrando además una gran credibilidad social para él— el proyecto de un reciclaje completo y perfecto de los desperdicios, que se convertirían masivamente en reutilizables (ninguna forma anterior de sociedad soñó con un reciclaje exhaustivo, pero sin embargo, en la medida en que no había residuos industriales ni posindustriales, tampoco la basura amenazaba la vida social). La única manera de resolver esta paradoja, según me parece, es producir cosas que —debido a su carácter plenamente descualificado— sean ya, en su mismo origen, reciclables, indiferenciadas, indiscernibles (o sea, que no sea el uso o el desgaste lo que las descualifique en su cosidad), aunque eso comporta en cierto modo, naturalmente, que esas cosas son ya en principio “basura”. Esto tiene cierta gracia —aunque puede desgraciar a mucha gente— cuando se trata de edificios concebidos originariamente para el reciclaje, envases —y no sólo envases para alimentos, sino también para eventos culturales— diseñados desde el principio para ser constantemente vaciados y rellenados de nada y de todo; pero adquiere su dimensión esencialmente trágica cuando comprendemos que este sistema paradójico de descualificación es también el que preside el tratamiento de los seres humanos, ya sean pensados como consumidores, como productores o como clientes, porque nos damos cuenta de que con ellos esta descualificación alcanza rápidamente un límite irrebasable: no es posible enteramente reciclar la basura humana, entre otras cosas porque los humanos, en lugar de reciclarnos, nos morimos. Lo cual, sin duda, es un desperdicio enorme e irrecuperable.

Y por último, escribe en el prólogo a La regla del juego que "un libro no empieza nunca por la primera página ni acaba con la última (...) ¿por dónde empezar? ¿De dónde sacar fuerzas suficientes?" Si no es mucha indiscreción ¿De dónde está sacando fuerzas para escribir? ¿Sobre qué está escribiendo?

—A decir verdad, me siento bastante fatigado. Publicar libros de filosofía en España resulta muy decepcionante (quizá resulta decepcionante simplemente escribir libros en general), y escribir en medios periodísticos casi imposible, a lo que se añaden esos cambios inminentes en la estructura de las Facultades de Letras y de Humanidades, que las harán cada vez más descualificadas y que generarán en ellas un ambiente tan encanallado como el que ya se vive en la enseñanza secundaria, poco atractivo para quienes hemos de seguir trabajando en sus aulas; así que en principio yo diría que, después de que salgan a la calle estos dos proyectos de los que he hablado, tardaré bastante en publicar algo, al menos algo “de gran formato”, para entendernos. Escribir es otra cosa —creo que es Juan Marsé el que ha dicho: “me gusta más escribir que publicar”—; seguramente yo, como algunos otros, necesito escribir para pensar, sólo puedo pensar bien escribiendo, así que esto nunca cesa, y es por tanto la necesidad (de comprender) la que me fuerza a escribir. De todos modos, encuentros como el que supone esta entrevista me impiden abandonarme y abandonar del todo, porque me descubren que “hay alguien al otro lado”, alguien con quien me gustaría seguir conversando, así que nunca se sabe.

Gracias por su atención, por sus libros, por sus clases y por aceptar, siempre amablemente, cada una de las cosas -y ya son muchas- que le pido.

Gracias de nuevo profesor Pardo, y hasta pronto.

Gracias a ti, Belén, un abrazo.



[1][1] José Luis Pardo es catedrático en la Universidad Complutense de Madrid e imparte clases de Corrientes actuales de la filosofía, Nihilismo y metafísica, El problema del tiempo y El nacimiento de la filosofía. Traductor de Deleuze y Guy Debord entre otros, obtuvo además el Premio Nacional de ensayo en 2005 por La regla del juego. Además cuenta con otros títulos como: La intimidad, Las formas de la exterioridad, Fragmentos de un libro futuro, Deleuze: violentar el pensamiento, La banalidad, Metafísica (preguntas sin respuesta y problemas sin solución) o Esto no es música (introducción al malestar en la cultura de masas).

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