miércoles, 9 de febrero de 2011

ÁPEIRON HIGHLIGHTS 3, 2ª PARTE. LA POLÉMICA QUEJIGO-COMPTE SOBRE WITTGENSTEIN (procedente del número 4)

…¿Y qué será ahora de “nosotros” sin “wittgenstenianos”?

Réplica a “Asesinato de la filosofía”

Por Claudia Compte Vives (Universitat de Barcelona)

…¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?[1]

El contenido de “Asesinato de la filosofía”[2] puede sintetizarse de la siguiente manera:

1. Un “wittgensteniano” es un “seguidor dogmático del primer Wittgenstein”. En tanto que tal, el “wittgensteiniano” pretende “describir de una forma completa y absoluta el mundo” (1.1), sirviéndose de “un lenguaje puramente formal” (1.2), y haciendo “apología del silencio” con respecto de todo discurso en que se utilice otro tipo de lenguaje (1.3).

2. Quien consigue cumplir con estos objetivos “asesina” la filosofía.

Por lo tanto,

los “wittgenstenianos” son “asesinos de la filosofía”.

En esta réplica, trato de dar razones para mostrar: (A) que el artículo no es una “crítica filosófica” las tesis del Tractatus Logico-Philosophicus, porque ninguno de los objetivos (1.1-1.3) que critica se postula en esta obra; (B) que tampoco es una “crítica filosófica” de los fines perseguidos por un colectivo identificable; (C) que no es una “critica filosófica” en absoluto, sino un ejemplo de una forma de “juzgar” una alteridad que presupone la ausencia de reflexión crítica sobre las condiciones que nos permiten identificarla.

A. Si tiene sentido argumentar a favor de (A), es porque el artículo no es consecuente con la definición de “wittgensteniano” dada en 1. “Wittgensteniano” se toma, intermitentemente, como sinónimo de “partidario de la filosofía del IW”, de forma que las prácticas 1.1-1.3 se conciben como consecuencias necesarias de toda defensa de la teoría desarrollada en el Tractatus y no de la forma particular que adquiere esta defensa en la voz de los “secuaces sotánicos” de la obra.

Por esta razón, quiero empezar por dar argumentos para mostrar que ninguna de estas prácticas está implicada en las tesis que contiene el Tractatus.

A.1. El Tractatus W es un texto que trata de establecer las condiciones que son necesarias para que el lenguaje pueda simbolizar la realidad, esto es, para que un hecho (una proposición) pueda simbolizar otro hecho sin dar pie a confusiones[3].

La condición fundamental que se establece en la obra, es que la proposición, en tanto que símbolo de un hecho, ha de mantener la “forma lógica” de ese hecho. Para mantener la “forma lógica” del hecho que representa, la proposición ha de constar del mismo número de elementos que este hecho, puestos en la misma relación.

El valor veritativo de una proposición depende de si el hecho que simboliza se da, o no, efectivamente (la proposición es verdadera si el hecho se da, y falsa en caso contrario). Una proposición falsa, respeta la forma lógica del hecho que simboliza, de forma que aunque este hecho no forme parte del mundo, tiene “sentido” y puede ser comprendida. El conjunto de las proposiciones con sentido (verdaderas o falsas) es el “espacio lógico”, y el conjunto de las proposiciones verdaderas es el “mundo”. De ahí que el “mundo” sea todo lo que se da efectivamente, “todo lo que es el caso”[4].

Así pues, cuando escribe la proposición 1, Wittgenstein no trata de “describir de una manera completa y absoluta el mundo”, sino de introducir el significado que el concepto de “mundo” tiene en el contexto de su concepción ontológica. Si le reprochamos al autor que la proposición 1 no dice nada porque “un concepto significa en función de lo que excluye” es porque estamos considerando esa proposición independientemente del sentido que adquiere en el conjunto de la obra, estamos obviando que el sentido que tiene la palabra “mundo” en esa proposición no puede fijarse independientemente de su relación con otros conceptos introducidos en las proposiciones que la siguen (como ahora “espacio lógico”, “hechos”, “estados de cosas”, etc.). Pero además, la ontología del Tractatus[5] es trascendental, tiene sentido como condición de posibilidad de la concepción simbólica (o figurativa) del lenguaje que se desarrolla en la obra, de forma que para entender los términos en los que se articula, es necesario considerarla en relación con la teoría del significado que se elabora en las sucesivas proposiciones.

A.2. Hemos explicado que en el Tractatus las proposiciones son verdaderas o falsas en función de si los hechos que simbolizan se dan efectivamente, es decir, en función de si forman parte del mundo empírico. Esto es algo que, de acuerdo con las proposiciones de la obra, no puede saberse a priori. Para hablar de figuras “verdaderas” hay que mirar al mundo; en caso contrario podemos hablar de figuras pensables o lógicamente posibles pero no “verdaderas”.

Así, si citamos a Kant como argumento de autoridad para sostener que “el conocimiento es algo más que mera forma lógica” y oponemos esta tesis a la filosofía del IW, habremos de justificar aludiendo a las proposiciones del Tractatus el supuesto que motivó nuestra crítica (esto es, que en la obra se sostiene que “el conocimiento es forma lógica”). Si consideramos las proposiciones 2.18, 2.201 y 1.21, vemos que este supuesto es falso.

Pero hay también una perspectiva desde la cual la afirmación de que Wittgenstein “opta por un lenguaje puramente formal” (entendiendo “formal” según la distinción kantiana entre “forma” y “contenido”) es, simplemente, absurda. Para situarnos en esta perspectiva, basta aludir al carácter trascendental que comparten los planteamientos del Tractatus y la Crítica de la Razón Pura. ¿Qué dice Kant acerca del mundo cuando traza la propia distinción forma-contenido? ¿Toca el mundo su razonamiento? Y si lo toca, ¿lo hace en mayor medida que el del Wittgenstein del Tractatus? Kant piensa sobre las condiciones de posibilidad de todo conocimiento verdadero; W piensa sobre las condiciones de inteligibilidad de un lenguaje perfecto. Si al primero lo acusamos de no decir nada más que “Metáforas poéticas y palabras vacías”, hemos también de extender la misma acusación al segundo. Si consideramos esta acusación absurda en el primer caso (y creo que esto es lo razonable); habremos de adoptar la misma actitud respecto del segundo.

A.3. Acabamos de señalar el rasgo trascendental que comparten la Crítica de la Razón Pura y el Tractatus. Uno de los muchos aspectos que, sin embargo, distinguen el planteamiento de ambas obras, es la forma en que sus autores sitúan “en” ellas la reflexión que desarrollan “a lo largo de” ellas. En una de las proposiciones más populares del Tractatus, Wittgenstein afirma: “Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando al revés de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella”[6]. Ahora bien, para comprender cuál es el sentido en que las proposiciones del Tractatus son “absurdas”, es necesario considerar lo dicho en otras proposiciones.

Hemos explicado que la forma lógica es aquello que el lenguaje ha de tener en común con la realidad para poder representarla. Una de las ideas centrales del Tractatus es que la forma lógica no puede ser figurada por el lenguaje. Cada proposición con sentido “ostenta” esta forma, pero ninguna puede “decirla”[7]. La forma lógica se “muestra” cuando vemos las proposiciones concretas como simbolizando hechos concretos, como condición necesaria del reconocimiento de una relación de carácter figurativo entre lenguaje y realidad[8].

Hay también aspectos de la propia experiencia humana que el lenguaje no puede figurar. Estos aspectos escapan a lo expresable en términos exclusivamente lingüísticos, aunque pueden ser “mostrados” de otro modo[9]. Esta incapacidad del lenguaje afecta de forma especial a la filosofía, porque es el ámbito desde el cual se ha querido “decir” estos aspectos con palabras, llegar a la esencia misma de las cosas a través del lenguaje.

Así, lo que el Wittgenstein del Tractatus señala, es que los filósofos han elaborado sus sistemas, han planteado sus preguntas y sus respuestas sin contar con las condiciones que tiene que cumplir el lenguaje para “decir” la realidad con precisión absoluta (esto es, con la precisión que la mayor parte de esos mismos filósofos han presupuesto que el lenguaje “dice” la realidad). La filosofía, en su concepción tradicional, aspira a “decir” tanto la propia “forma lógica” como cuestiones que pertenecen al ámbito de “lo místico”, a aportar una comprensión completa de estos asuntos en términos lingüísticos. Desde las tesis del Tractatus esto es no es posible, porque sobre estos asuntos no se puede “decir” nada[10].

Sin embargo, esto no excluye que, partiendo de esta limitación fundamental, podamos aspirar a aportar cierto grado de comprensión sobre ellos. El Tractatus es, precisamente, un intento de arrojar luz sobre una cuestión filosófica, partiendo de que las propias proposiciones en las que se expresa su contenido no respetan las condiciones de significado establecidas. Se acepta que dichas proposiciones permiten entender cuales son sus propios límites, en la medida que son capaces de “mostrarlos” (aunque para ello tengan que sobrepasarlos)[11].

Por tanto, el Wittgenstein del Tractatus no está atrapado necesariamente en la disyuntiva “apología del silencio”/“verborrea innecesaria”. Sólo desde una lectura muy particular del Tractatus que ignore el concepto de “lo místico” y la distinción “decir”/“mostrar”, podemos acusarlo de sostener la tesis de que hay que dar fin a toda actividad filosófica. Pero esta lectura no respeta el énfasis que el propio autor pone en la tesis de que los problemas realmente importantes de nuestra experiencia vital como seres humanos pertenecen precisamente al ámbito de lo que sólo puede “mostrarse”.[12]

En todo caso, espero haber dado al lector razones suficientes para considerar que, si sostenemos que las tesis del Tractatus imponen un “sistema del terror” (“suponen un “dogmatismo enmascarado”, “domestican el pensamiento” etc., etc.) y las situamos como opuestas a la defensa de la libertad de expresión que Kant desarrolla en Qué es Ilustración, es porque no las hemos entendido.

B. Llegados a este punto, considero poco probable que el partidario de lo dicho en el artículo, opte por discutir las apelaciones a las proposiciones del Tractatus que hemos opuesto a su lectura. Lo más probable, es que su reacción consista en negar que su crítica se dirige al IW, e insistir en que se refiere a los “wittgenstenianos” y el “sistema del terror” que pretenden instaurar.

Pero este movimiento resulta problemático, porque comporta asumir el carácter confuso del término “wittgensteniano”. Una vez lo admitimos, el malo de la película se vuelve escurridizo: a veces es Wittgenstein[13], otras veces es Wittgenstein sólo durante la primera etapa de su pensamiento, otras son los “wittgensteinianos”, otras los “analíticos”. Los “wittgenstenianos” se definen explícitamente como “los secuaces sotánicos del Tractatus”, pero, ¿en qué consiste “ser un secuaz sotánico del Tractatus”? De acuerdo con el artículo, debe consistir en tomar parte en el “asesinato de la filosofía”, pero entonces el razonamiento es tautológico: el texto acusa de “asesinar a la filosofía” a aquellos que, por definición, son “los que han asesinado (o asesinan) a la filosofía”. No es falso, porque no dice nada sobre el mundo, pero tampoco ayuda al lector a identificar los sujetos sobre los que se vierte una acusación tan terrible. Si quien defiende el artículo se refugia en la ambigüedad del término “wittgensteniano” sin ofrecer algún criterio que nos permita identificar con precisión la colectividad que supuestamente critica; sin reflexionar, al menos, sobre cómo se fija el significado del término que constituye el objeto de su crítica, tenemos buenas razones para pensar que no está jugando al juego de “criticar filosóficamente”.

C. ¿A qué juega entonces cuando concluye que los “wittgenstenianos” son “asesinos de la filosofía”? ¿Qué es lo que hace si no está “criticando filosóficamente” un autor, obra, o corriente de pensamiento? Creo que aquí el juego es el de dictar un tipo de “juicio” que me gustaría caracterizar señalando las semejanzas entre uno de los usos de término “bárbaro” y el uso del término “wittgensteniano” a lo largo del artículo.

Quien dice de los musulmanes, los bolivianos, o los jóvenes de hoy, que son “unos bárbaros”, traza con este término una línea impermeable que separa dos “realidades”, un “nosotros” y un “los otros”. Lo que define el “los otros” se establece desde el “nosotros”, y no suele responder a una experiencia de convivencia con los que habitan al otro lado de la línea, sino de la circunstancia del “nosotros” que traza línea. Esta circunstancia, está marcada por la necesidad de corroborar la propia autoimagen y de fomentar el sentimiento de pertenencia a una colectividad, de forma que esta necesidad es determinante a la hora comprender cómo se trazan los rasgos definitorios del “los otros”. Sin embargo, esta distinción sólo cumple su función cohesionadora, si los miembros del “nosotros” “no-bárbaro” ignoran que el significado del concepto “bárbaro” responde a las contingencias de su propia circunstancia; es decir, si creen que “los bárbaros” existen independientemente de las condiciones que explican porqué y de qué forma se ha trazado la línea que perfila el concepto.

En el artículo que discuto, el término “wittgensteniano” sólo se entiende en el contexto de una oposición implícita entre “filósofos de bien” y “wittgenstenianos”, y, a su vez, esta oposición sólo resulta inteligible si se la se asimila a la oposición “filosofía analítica”/“filosofía continental”. El uso de esta división que ejemplifica el texto (bastante extendido, por cierto, entre profesores y alumnos de filosofía); responde a una dinámica similar a la que da lugar a la oposición “bárbaro”/“no bárbaro” que hemos caracterizado. También en este caso, la mutua participación en el seno del “nosotros” (“analítico” o “continental”) de la mitificación de los autores que situamos al otro lado, constituye una forma de construir la propia identidad colectiva i reafirmarse en ella. Unos y otros, nos reconocemos como habitantes de un lado de la línea gracias a la fe que procesamos en una autoimagen compartida; una fe a la que contribuye sensiblemente la contraposición de esta autoimagen a determinada imagen de “los otros”.

La consecuencia perversa de esta dinámica, es que nos previene de leer autores “del otro lado” con la disposición de comprenderlos. La división resulta particularmente útil a la hora de perfilar la identidad colectiva del “nosotros” precisamente porque aporta una visión de “los otros” que no presupone (incluso previene) que nos situemos ante ellos con esta actitud; porque si lo hiciéramos, la imagen que de ellos tenemos podría desdibujarse, y con ella la propia autoimagen con respecto de la cual podemos sentirnos “parte de” o “miembros de” una colectividad. Si lo hiciéramos, nos expondríamos a descubrir que no podemos fijar los límites de estas “entidades” con la claridad, y nos sentiríamos perdidos (o quizá, más bien, solos).

La analogía entre los dos usos (“bárbaro” y “wittgensteniano”) se ve favorecida si consideramos la intervención de Deleuze en el Abecedario dedicada a la W de “Wittgenstein, en cuyo contexto se acuña la expresión que da título al artículo. En este fragmento de la entrevista, el autor proyecta una imagen caricaturesca de lo que solemos denominar “filosofía analítica” sobre la filosofía de un autor, sin aludir a una sola de sus tesis. Deleuze no ofrece ningún argumento que muestre una lectura cuidadosa se los textos de Wittgenstein, ni siquiera alguna razón (en un sentido poco exigente) que justifique su actitud de desconfianza hacia el pensamiento del autor. Lo que encontramos en su intervención es una exhortación al miedo de un “los otros” desde un “nosotros”: “poneos en guardia, los wittgensteinianos vendrán, nos quitarán de las manos la filosofía y la matarán ante nuestros ojos; hemos de temerlos”. Creo que hay semejanzas evidentes entre el gesto de decir esto con el dedo índice en alto, y el gesto de gritar “¡Tened cuidado, vienen los bárbaros!”.

Deleuze tampoco nos dice como distinguir a un “wittgeinsteniano”; no necesita hacerlo, porque el filósofo que escucha está familiarizado con la división (“analítico”-“continental”) implícita en su planteamiento, y se ha visto ya forzado a optar por uno u otro bando. Al escuchar su declaración, puede, o bien rechazar a Deleuze como un “gurú” (si se autodefine como “analítico”) o bien regocijarse en su acusación (si se autodefine como “continental”), pero en ningún caso cuestionar la validez de la propia división. La reacción adecuada a sus afirmaciones será siempre de reafirmación en las propias convicciones, nunca de búsqueda del “otro” y lo que en él puede haber de valioso.

Así, creo que Deleuze no nos invita a pensar filosóficamente en este fragmento. Para entender lo que realmente quiere decir, tenemos que renunciar a exigirle concreción, tenemos que dejar de lado la pregunta de quién es el “wittgensteiniano” y porqué debemos temerlo. Si le exigimos argumentos, si le pedimos concreción, no lo estamos entendiendo, como no entendemos a quien grita “¡que vienen los bárbaros!” si le andamos con las mismas exigencias.

Quizá esto no sea particularmente dañino en el contexto de una entrevista como la del Abecedario, pero cuando elaboramos textos con vocación de crítica filosófica, hemos de plantearnos el sentido que tienen hoy los usos clasificatorios que en otros contextos damos por sentados.

Creo además que si miramos de cerca la realidad del panorama filosófico de los últimos 25 años, vemos que la forma de trazar la división analítico-continental implícita en el artículo ha perdido su sentido (suponiendo que en su momento lo tuvo). ¿Qué quiere decir que Wittgenstein fue un filósofo “analítico”? ¿Que era positivista? ¿Que creía que era posible poner en proposiciones el armazón lógico de la realidad? ¿Que trataba cuestiones de filosofía de la mente y lenguaje? ¿Que elaboraba sus textos en forma de ensayo y los dividía en subapartados? ¿Que solía pasear sobre el césped de la Universidad de Cambridge? ¿Todas estas cosas juntas? ¿Sólo algunas de ellas? ¿Cuáles? Mas complicado todavía (o, según se mire, más sencillo): ¿Qué quiere decir que Deleuze fue un filósofo “continental”? ¿Que no era “analítico”? Hay divisiones que parecen robustas hasta que intentamos tocarlas con la yema de los dedos. ¿“Continentales”?, ¿“Analíticos”?... quizá estos términos nos sirven para situarnos cuando andamos sobrevolando la praxis filosófica, como quien se sitúa en un mapa antes de sentir el terreno bajo la planta de sus pies, pero una vez nos encontramos arrojados a las páginas de un libro, suele contribuir a velar su verdad antes que a desvelarla. Si insistimos en aferramos a ellos, es fácil acabar dictando juicios a la defensiva; si nos permitimos el irnos desprendiendo de ellos, quizá entonces, nos brote la filosofía.



[1] Cavafis, C.P.; “Esperando a los bárbaros” en Poemas, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, p 51

[2] Quejigo, B. “Asesinato de la filosofía”, Revista Apeiron, nº3, p 35-37.

[3] Russell, B. “Introducción de B. Russell al Tractatus”, p 185; Tractatus Logico-Philosophicus; Alianza Universidad, Madrid, 1995

[4] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus; Alianza Universidad, Madrid, 1995; prop.1

[5]Ibíd. props.1-2.063

[6] Ibíd. prop. 6.54

[7] Ibid. props. 4.12, 4.121

[8] Ibid. props. 4.022, 4.122

[9] Ibíd. props. 6.52, 6.522, 6.521

[10]Ibíd. props. 5.6, 5.61, 6.5, 4.003

[11] Ibíd. prop. 6.54

[12] Ibíd. p.13; “Soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas.”

[13] Deleuze lo señala en el Abecedario de Gilles Deleuze como el filósofo “tipo” de una escuela sin entrar en especificaciones (http://www.youtube.com/watch?v=sl97GTqjPI0).

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