martes, 22 de marzo de 2011

¿QUIÉNES SOMOS? EFRÉN POVEDA GARCÍA

Licenciado en Filosofía por la UVEG. Máster en Pensamiento Filosófico Contemporáneo por la UVEG. Actualmente becario de investigación en el Departartamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento.




¿CÓMO PENSAR LA CULTURA A COMIENZOS DEL SIGLO XXI?

Acerca de la crítica de Clifford Geertz al concepto configurativo de cultura. (Procedente del número 4).

Las convulsiones y reorganizaciones políticas que han caracterizado al siglo XX nos han dejado un panorama social que poco tiene que ver con las categorías que las ciencias sociales han utilizado tradicionalmente para aprehender el mundo. Dichas categorías han quedado inservibles frente a las nuevas formas de distribución, afiliación y delimitación que se están poniendo en práctica en el terreno político-social y la proliferación de una gran diversidad de modos de concebir la identidad cultural y política. Se hace por ello necesario un análisis de qué ha cambiado, de en qué sentido lo ha hecho y de cómo ello pone en entredicho nuestros sistemas conceptuales. Además, surge la pregunta acerca de si la nueva situación es justamente eso, una nueva situación, o si en realidad no estará haciendo patente lo que hasta el momento habíamos pasado por alto: que las herramientas conceptuales de las que nos hemos servido para entender el mundo social nunca han sido realmente tan esclarecedoras como cabría esperar. A esta pregunta responde el antropólogo norteamericano Clifford Geertz afirmativamente y, además, nos propone nuevos modos de pensar nuestro entorno social. Todo ello es lo que pretendemos rastrear en su obra, para lo cual nos centraremos, por una parte, en su crítica a la noción de Estado-nación y, por otra, en la cuestión a la que nos aboca el derribo del Estado-nación como categoría explicativa: la reconceptualización de la idea de cultura, una vez que la situación en que quedó el mundo tras las descolonizaciones, el colapso del comunismo y la caída del Muro nos muestra que la irreductible pluralidad no puede ser reducida a un concepto de cultura o nación como consenso. Repasaremos así la evolución del pensamiento de Geertz desde las primeras formulaciones de su concepto semiótico de cultura hasta su propuesta particularista surgida en el seno de una crítica a la concepción configurativa que entiende la cultura como una unidad de pensamiento, sentimiento y acción.

La noción configurativa de cultura.

Qué es eso de “cultura” era algo que ya no estaba muy claro cuando Geertz comenzó su trayectoria como antropólogo en los años cincuenta. El término había sufrido de muchos abusos y también había sido muy criticado. Las primeras formulaciones de Geertz surgieron frente a esta situación concreta. Pero, más adelante, ya en los 90, ante el modo en que se estaba reconfigurando el mundo social, el pensamiento de Geertz siguió su evolución al percatarse de que las nuevas configuraciones ponían de manifiesto que esos significados tradicionales del término “cultura” contra los que él se había rebelado habían dejado de ser útiles.

Geertz denominó, en su El mundo en pedazos (1995), concepción configuracional de la cultura a la noción procedente del Romanticismo que experimentó un fuerte empuje en antropología tras la Primera Guerra Mundial, cuando comenzó el trabajo de campo participativo y de larga duración. El estudio etnográfico era llevado a cabo en esta época en sociedades aisladas, como islas pequeñas, poblados perdidos en medio de la jungla, reservas, etc. Este tipo de estudio favoreció el afianzamiento de una idea pluralista de cultura que entendía que no se podía hablar de cultura en singular (como se había estado haciendo hasta el momento siguiendo un esquema de pensamiento ilustrado y progresista), sino de culturas; que ya no se podía pensar un progreso común a toda la especie humana sino que, más bien, al hablar de una cultura se hacía referencia a un estilo particular de vida y pensamiento bien delimitado, diferenciable de los demás, y caracterizado por la cohesión entre los individuos que participan de él.

Esta noción divide así el mundo en una serie de bloques culturales discontinuos con límites bien demarcados e internamente homogéneos, y se encuentra a la base de la idea de Estado-nación, desde la cual se pretendió entender los movimientos nacionalistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las descolonizaciones y el colapso del comunismo. Finalizada la época colonial, caídos los grandes bloques y disuelta la U.R.S.S., las distintas culturas o naciones que habían permanecido sometidas luchaban por alcanzar una soberanía sobre sí mismas que consideraban que les correspondía por derecho.

Es ésta una concepción deudora de la modernidad filosófica, pues esas naciones o culturas son entendidas como sujetos en busca de su autonomía, como los fundamentos y causas de las acciones concretas de la población en su persecución de la emancipación. Toda conducta individual queda así explicada y justificada a partir de la cultura a la que pertenece la persona. Podemos decir, por tanto, que se trata de una concepción fuertemente determinista, pues parece que cada cultura consiste en un modelo coherente de pensamiento y obra que es aceptado y reproducido totalmente y sin variación por todos aquellos que le son adscritos.

El mundo tras la Tercera Revolución Mundial.

La idea configuracional de cultura es criticada por Geertz en base a su análisis de la situación en que quedó el mundo tras la Segunda Guerra Mundial y, más adelante, con la caída del Muro, a la que se refiere como la tercera revolución mundial[1]:

Un sistema internacional, con cerca de sesenta jugadores oficialmente reconocidos (cuarenta y dos países eran miembros de la Liga de las Naciones en sus comienzos; otros dieciséis se unieron más tarde, a los que hay que añadir los Estados Unidos y un par de otros recalcitrantres) fue sucedido por uno con, según el más reciente recuento de miembros de las Naciones Unidas, ciento noventa y uno. El mundo se resegmentó, refundó y reformó en el intervalo de unas cuantas décadas. Se trató, claramente, de algún tipo de revolución. Pero qué tipo, qué fue lo que hizo su aparición y en qué direcciones, era, y todavía es, imperfectamente entendido.[2]

Y, de hecho, no somos capaces de entenderlo bien porque las categorías tradicionales mediante las cuales las realidades sociales y políticas han sido entendidas se han mostrado rígidas y poco precisas:

Claramente, alguna transformación ocurrió en la manera en la que el mundo funciona, o no funciona, en los más o menos cuarenta años desde la partición de India a la caída del Muro de Berlín, y, visible de diversas maneras, espásticamente explosivo, el proceso continúa. El problema es que, encerrados en categorías de análisis diseñadas para unas políticas menos multiformes y menos dispersivas, y atrapados en grandes errores de percepción [misperceptions] de nuestra propia situación […], tenemos únicamente las más imprecisas ideas, y la mayor parte de ellas equívocas, sobre lo que ese algo podría ser.”[3]

Desde 1945 a finales del siglo XX, la distribución del poder político ha ido tomando innumerables formas desigualmente dispuestas en distintos territorios, de manera que el mundo con el que nos encontramos ahora poco tiene que ver con el anterior a las guerras mundiales. Ya no nos bastan para entender este mundo unas herramientas conceptuales que tienden a mostrárnoslo como una serie de comunidades separadas, colocadas de manera ordenada unas al lado de otras.

Tal y como lo describe Geertz, nos encontramos en estos momentos en un entorno cada vez más astillado como resultado de dos tendencias contrapuestas al tiempo que íntimamente conectadas. Por una parte, parece que el mundo camina hacia la configuración de lo que se ha dado en llamar aldea global, en la que todos los individuos están conectados aún cuando se encuentren a grandes distancias. Por otra, las divisiones políticas y culturales cada vez son mayores en número e intensidad:

[…] el escenario del mundo: crece a la par más global y más dividido, más ampliamente interconectado a la vez que más intrincadamente fragmentado. Ya no hay oposición entre el cosmopolitismo y el parroquialismo; están enlazados y se refuerzan mutuamente. Crece uno a medida que crece el otro[4].

Vayamos por partes. La palabra clave en la primera de estas tendencias es quizás “globalización”. Los desarrollos técnicos y su dispersión a lo largo y ancho del planeta, así como la expansión, mezcla e interconexión de las industrias y rutas comerciales y los movimientos de capital de un lado a otro del globo han dado lugar a una intercomunicación a nivel global que permite no sólo tener noticia de lo que ocurre a kilómetros de distancia, sino también, por un lado, intercambios de modelos de comportamiento y pensamiento por parte de individuos que de otra manera no podrían entrar en contacto tal y como ahora lo hacen y, por otro, el surgimiento de una conciencia de interconexión causal entre lugares geográficamente distantes.

Por otra parte, con la proliferación de nuevos Estados tras la consecución de la independencia de las antiguas colonias y la desintegración de la U.R.S.S., el mundo político ha pasado de estar formado por unos cincuenta países “generalmente reconocidos, distribuyéndose el resto del mundo en colonias, protectorados, Estados dependientes y similares”[5] a, en muy poco tiempo, contener cerca de doscientos y con vistas a que se originen otros nuevos debido a las constantes guerras y a las continuas reivindicaciones en el seno de las nuevas y viejas divisiones por parte de grupos que se autocomprenden como unidades étnicas, nacionales o culturales y que demandan autonomía política. Además, el acceso a otras realidades culturales que los medios de comunicación posibilitan está dando lugar a numerosos intercambios de patrones entre individuos y grupos situados en puntos muy distantes espacialmente hablando, intercambios que no generan nuevos subgrupos claramente delimitables, sino más bien un movimiento de continua formación y disolución de solidaridades. Estos intercambios no tienen como consecuencia una homogeneización cultural a nivel mundial sino que, por el contrario, parecen agudizar el estado de dispersión en que se encuentran los rasgos identitarios.

Junto a una tendencia hacia la difuminación de límites encontramos, por tanto, otra hacia la fragmentación progresiva. El proceso de globalización no conduce tan claramente como podría pensarse a un debilitamiento de las demarcaciones culturales, sino más bien a la multiplicación, reelaboración, reordenación e incluso intensificación de las mismas. Éste es un proceso que parece no tener fin y que da lugar a una continua reelaboración de las divisiones e identidades, de manera que las delimitaciones han de dejar de concebirse como inamovibles para pasar a ser vistas como algo difuso y fluctuante.

Así, parece que, en lugar de haberse generado una nueva ordenación a nivel planetario, lo que nos encontramos es una pluralidad irreductible, una pluralidad cada vez más compleja e irregular, desigualmente repartida y en la que los diferentes aspectos se superponen y entrecruzan a distintos niveles.

El principal problema que presentan para Geertz tanto la teoría política como la antropológica radica en el carácter universalista e “insensible a las realidades locales”[6] de su conceptualización. Ambas manejan nociones como poder, justicia, gobierno, tradición, identidad, sociedad, Estado, pueblo o cultura de la misma manera en distintos contextos. Esta utilización ha dejado de ser fructífera a la hora de entender los acontecimientos de nuestro mundo. La situación actual demuestra que el modo en que hasta ahora se ha utilizado dichas categorías no es el más esclarecedor, y además nos conduce a una reconceptualización de la cultura que deja claro que, si bien con anterioridad al periodo de entreguerras podía parecer que sí, nunca lo ha sido:

Apenas quedan unos cuantos países, y tal vez nunca antes los hubo, que de modo aproximado coincidan con entidades culturalmente solidarias […]. Las formas de Estado –las de México y Alemania, las de Nigeria e India, las de Singapur y Arabia Saudí- son tan enormemente variadas que apenas pueden agruparse bajo un único término. […] La ilusión de un mundo pavimentado de un extremo a otro con unidades repetidas que es producida por las convenciones pictóricas de nuestros atlas políticos, recortes de polígonos en un rompecabezas en el que encajan bien, es tan sólo eso, una ilusión[7].

El descrédito de la idea de Estado-nación.

Categorías como país, nación, Estado, cultura, identidad, etc., han de volver a ser pensadas de manera que queden liberadas del uso que hasta ahora se les ha dado, pues estos términos ya no caben unos dentro de otros ni tampoco se identifican, sino que más bien se entrecruzan y solapan de manera irregular.

La pluralidad ha permanecido oculta bajo el peso de los grandes conceptos de las teorías antropológicas y políticas al uso, pero tras los últimos grandes acontecimientos históricos ya no se la puede obviar. Ya no se puede hacer oídos sordos ante el estrepitoso ruido de la diferencia, que nos pide una y otra vez una renovación categorial que nos capacite para entenderla.

Para ello, Geertz se hace dos preguntas: “¿qué es un país si no es una nación?”[8], es decir, ¿qué hemos de entender por “país” cuando el modelo del Estado-nación ya no nos sirve?; y “¿qué es una cultura si no es un consenso?”[9], es decir, ¿qué hemos de entender por cultura ahora que la dispersión que ha traído consigo la globalización, por una parte, y el surgimiento constante de divisiones dentro de otras divisiones, por otra, han puesto de manifiesto el carácter irreductiblemente plural de lo que hasta ahora había sido considerado unitario?

Quizás la idea del Estado-nación es la que mejor condensa toda la carga típicamente moderna y liberal del lenguaje político y antropológico al uso, en el que aparece íntimamente relacionada con la identidad y la auto-determinación. Es por ello que Geertz dedica buena parte de El mundo en pedazos a exponer la incapacidad de dicha idea para esclarecer las nuevas conformaciones sociales.

El surgimiento de los nuevos países post-coloniales fue entendido, en un comienzo, como una emulación de la formación de los Estados-nación en Europa y América Latina durante el siglo XIX:

[…] como la última ola de una marea general hacia la autodeterminación, el gobierno de lo igual por lo igual, la modernización de la gobernabilidad, la unificación de Estado y cultura y lo que sea.[10]

La presuposición básica dentro de este tipo de interpretación es la de que la creación de un nuevo Estado equivale a la instauración de un autogobierno por parte de una unidad nacional o cultural determinada que anteriormente había estado dispersa bajo distintos regímenes políticos o sometida en su totalidad al gobierno de uno solo. Ésta es una idea que Geertz califica de esencialista[11], una idea que supone la existencia objetiva de una comunidad delimitable e interiormente homogénea que sustenta en dichas características su derecho de autogobierno; es decir, un sujeto de la historia.

Sin embargo, el hecho de que la formación de los nuevos Estados en Asia y África haya sido un proceso al que hemos asistido ha contribuido a poner de relieve no sólo el carácter artificioso de la idea de nación que persigue su autodeterminación en los Estados post-coloniales, sino también lo problemático de entender en base a dicho carácter a las viejas naciones europeas:

Se ha tardado en comprender que la aparición de un buen número de nuevos países, grandes, pequeños, medianos en Asia y África fue algo más que un intento de imitación por parte del «tercer» mundo «subdesarrollado» o «atrasado», de ponerse a la altura del así llamado modelo del Estado-nación construido en Europa desde el siglo XVII a lo largo del XIX, que fue en muchos sentidos algo más parecido a un desafío a ese patrón que su refuerzo o reencarnación. […] en vez de converger hacia un único modelo, aquellas entidades llamadas países se ordenaban a sí mismas de maneras novedosas, maneras que situaban las concepciones europeas de lo que es un país, concepciones por lo demás no firmemente asentadas, y de en qué radican sus raíces, bajo una presión creciente.[12]

La variedad de formas en que se han constituido los diferentes Estados abre la posibilidad de preguntarse si estamos hablando del mismo tipo de realidad cuando nos referimos a Francia, Eslovaquia, Indonesia, Sudáfrica, Suíza o Australia:

[…] el guión en la fórmula Estado-nación ha empezado finalmente a examinarse con un ojo más crítico e igualmente el principio de la autodeterminación nacional: que cualquier grupo debe tener el Estado que realmente desee tener […] y que cualquier grupo que tenga un Estado es per se una nación, […][13].

Geertz no considera al país y a la nación como realidades idénticas, pero tampoco contrapuestas. Proporciona una definición de ambos que permite solapamientos totales y parciales entre ellos. Entiende “país” como el escenario de la política, como el espacio donde las distintas situaciones conflictivas derivadas de la diversidad se organizan y se ordenan (“la ordenación de encuentros sociales, la distribución de las oportunidades de la vida, la utilización de recursos productivos”[14]). La nación, por su parte, es presentada como una de las más importantes fuerzas políticas que actúan en el escenario que es el país. Se trata del imaginario que incluye a “aquellos de quien uno desciende, en quién piensa, a quién mira, con quién habla, come, reza, siente, a quién se parece y a quién, de resultas de todo esto, cree estar enfáticamente ligado, pase lo que pase”[15]. Y si el país es donde la diversidad se ordena y sus tensiones se contienen, la nación o las naciones, en tanto que fuerzas políticas, en tanto que grupos surgidos a partir de solidaridades concretas, generan conflictos que necesitan de esa ordenación y contención. Ésos de quienes descendemos, a quienes hablamos, a quienes nos parecemos, con quienes comemos y a quienes rezamos no son los mismos para todos, ni para uno mismo a lo largo del tiempo. Compartir el territorio con grupos cuyas solidaridades se basan en imaginarios distintos genera tensiones que pueden tomar muchas formas.

Es muy relevante a este respecto darse cuenta de la importancia que adquiere el conflicto a la hora de entender qué es un país. Pero, si hemos de hacer justicia a esa irreductible pluralidad a la que nos hemos referido anteriormente, entonces nos percataremos de que la tensión generada por los disensos no es únicamente patrimonio de eso a lo que denominamos país, sino también de eso a lo que nos referimos con la palabra “nación” y, con ello, con la de “cultura”:

Al igual que los países, tampoco las identidades que los colorean –musulmanes o budistas, franceses o persas, latinos o sínicos, negros o blancos- pueden ser comprendidas como unidades sin quiebra, totalidades sin fragmentar”[16].

El concepto semiótico de cultura.

En su ensayo de 1973 titulado “Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura”, publicado como primer capítulo de La interpretación de las culturas, Geertz expuso un concepto de cultura que se distanciaba de todos los que se había propuesto hasta el momento:

El concepto de cultura que propugno […] es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre[17].

La cultura ya no es un todo de normas, leyes, costumbres, creencias, etc., que el hombre ha interiorizado en tanto que forma parte de una sociedad y que reproduce en su vida. Es en realidad un conjunto de tramas simbólicas o significativas que confluyen unas con otras dando lugar a marcos simbólicos que proporcionan a los individuos el contexto de significados en el que se mueven, que hace inteligible el mundo y los actos de la gente. El individuo concreto no está determinado a pensar ciertas cosas y a actuar de tal o cual manera por pertenecer a un ámbito social concreto. La cultura ya no es una “fuerza causal masiva que modela la creencia y el comportamiento”[18]:

Entendida como sistemas en interacción de signos interpretables […], la cultura no es una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del cual pueden describirse todos esos fenómenos de manera inteligible[19].

Queda rechazado, por tanto, el concepto objetivista de cultura tan ligado a la idea de Estado-nación. Una cultura ya no es un sujeto en proceso de realización de su autonomía, pues carece del rasgo más necesario para serlo: la coherencia interna. De hecho, una de las experiencias clave que proporciona el trabajo de campo son los disensos más o menos intensos y a múltiples niveles que se dan en el seno de las comunidades. Una noción de cultura como consenso no puede, por tanto, ser aceptable.

En los distintos marcos simbólicos es donde se dan tanto los acuerdos básicos como los disensos y particularidades individuales o incluso colectivas en el seno de una comunidad, pues un marco significativo puede proporcionar sentido tanto a una acción como a su contrapuesta. La cultura puede ser considerada como un código dentro del cual una acción individual es justamente esa acción. Y, al igual que en los lenguajes el código no determina las proposiciones que van a ser enunciadas, así tampoco los marcos simbólicos mantienen una relación causal con las conductas concretas.

En definitiva, la cultura, tal y como Geertz la presenta en su ensayo de 1973, y volviendo a la idea tomada de Weber, es una construcción, “las invenciones simbólicas por medio de las cuales las personas se imaginan a sí mismas como personas, actores, víctimas, conocedores, jueces y, por introducir la expresión reveladora, como participantes de una forma de vida” [20]. No es casual que Geertz traiga aquí a colación la noción wittgensteiniana de forma de vida. El símbolo, o el significado, es entendido en Geertz como algo público, originado en la interacción social. Las tramas significativas que constituyen la cultura se elaboran, discuten y negocian en el ámbito público. Ello es lo que permite que desde el propio ámbito donde se sostiene un universo imaginativo concreto surjan nuevos discursos que lo critiquen, lo pongan en duda o pretendan modificarlo.

Pues bien, en el énfasis que Geertz pone en el disenso en los ensayos de La interpretación de las culturas ya encontramos parte de la crítica que el Geertz maduro, el Geertz de Tras los hechos y El mundo en pedazos, haría al concepto configuracional. Tradicionalmente se ha entendido la cultura como aquello que cohesionaba a los individuos de un mismo grupo. Geertz no pretende con su propuesta negar las confluencias valorativas, afectivas, teóricas y conductuales de aquellos que se sienten pertenecientes a un mismo sustrato cultural, sino que más bien pretende hacer justicia tanto a la libertad individual como, sobre todo, al hecho de que cualquier tipo de confluencia se fragua sobre toda una serie de conflictos que, en muchas ocasiones, se cifran según los mismos símbolos.

Ocurre, sin embargo, en La interpretación de las culturas que, a pesar de la insistencia de Geertz en los disensos que se pueden encontrar en el seno de las comunidades, el lector permanece con la sensación de que el horizonte simbólico en el que se encuentra un individuo es prácticamente idéntico al de sus vecinos. Es lo que ocurre, por ejemplo, en sus textos sobre Bali[21]. Toda disparidad se antoja muy leve en relación con lo delimitadas que parecen estar sociedades como la balinesa. Geertz mismo, años más tarde, se situaría de lleno en un posicionamiento gadameriano, particularista en un nuevo sentido, crítico con la noción del significado que lleva a concebir las sociedades como “mónadas semánticas, casi casi sin ventanas”[22].

El particularismo geertziano.

Tras la descolonización de Asia y África y la disolución de la Unión Soviética, las sociedades aisladas, que hasta el momento habían sido las comúnmente estudiadas por los antropólogos, disminuyeron en número, pasando buena parte de ellas a formar parte de la dinámica histórica global. Además, y como consecuencia de ello, se centró la atención en lugares mucho más extensos y con un historial de interrelaciones a nivel mundial mucho más vasto, como India, Japón, Brasil, e incluso sociedades occidentales como Francia o EE.UU. Es en este punto donde, para Geertz, se hace más patente el carácter improcedente del concepto configurativo de cultura. No sólo porque estos nuevos objetos de estudio ya no podían ser considerados como homogéneos a lo largo de todo el territorio ocupado por lo que, se suponía, era una unidad de espíritu, sino también porque ya no se los podía ver como mónadas aisladas. La nueva realidad nos obliga a abordarlos como puntos de encuentro entre líneas de pensamiento, sentimiento y actuación de múltiples orígenes.

Ya no se puede hablar de unidades culturales de la manera en que lo hacen aquellos que parten de la concepción configurativa. La cultura se le ha convertido a Geertz en algo indelimitable. El puzzle donde cada cultura podía ser representada “como una sola pieza”[23] se nos ha deshecho. Las delimitaciones culturales se han desvanecido hasta el punto que esos marcos de significación de los que hablaba en La interpretación de las culturas se han convertido en entrecruzamientos perpetuamente variables de distintas líneas de significado que no se pueden fijar ni siquiera en una sociedad pequeña y estable.

Tras hacérsele patente el progresivo astillamiento de nuestra realidad social, enunciaría Geertz una noción de cultura caracterizada principalmente por el desorden y la diferencia. En su acento en lo local, Geertz puede ser visto como un particularista. Él no lo negaría. Pero su particularismo es muy diferente al de Boas o Benedict. No cree estar frente a una serie de comunidades de significado incomunicables entre sí, sino más bien frente a una múltiple serie de realizaciones de lo humano que pueden iluminarse las unas a las otras. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el particularismo de Geertz se reducirá al individuo como aquél en quien se dan las confluencias concretas de distintas tramas significativas:

[…] la cultura suministra el vínculo entre lo que los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a ser uno por uno. Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. […] Así como la cultura nos formó para constituir una especie –y sin duda continúa formándonos-, así también la cultura nos da forma como individuos separados. Eso es lo que realmente tenemos en común, no un modo de ser subcultural inmutable ni un establecido consenso cultural[24].

Ello no implicará, como algunos tienden a pensar, que sea el individuo el que ha pasado a ser entendido como una mónada semántica. Es la persona particular en quien confluyen hebras de significado de procedencias muy distintas, y precisamente porque el significado es elaborado públicamente, cada individuo particular sólo lo es inmerso en una serie de entramados simbólicos, en el seno de un entorno social que en algunos aspectos se le presentará como diverso mientras que en otros no, pero del que siempre habrá extraído la mayor parte de sus herramientas significativas. Ello es lo que posibilita las confluencias entre los marcos significativos dentro de los cuales adquieren sentido los actos de personas que comparten un mismo espacio y unas costumbres similares. Son, sin embargo, tantas las intersecciones posibles entre las innumerables variedades de articulaciones simbólicas que prácticamente cada persona se insertará en un mundo de sentidos distinto (aún cuando sea ligeramente) al de sus vecinos:

[…] estos problemas surgen no sólo en los lindes de nuestra sociedad, donde cabría esperarlos, según este enfoque, sino, por así decirlo, en los lindes de nosotros mismos. La extranjería (foreigness) no comienza en los márgenes de los ríos, sino en los de la piel[25].

Así, una de las principales conclusiones a las que el Geertz maduro llega es la siguiente:

En términos culturales, al igual que en términos políticos, «Europa», «Rusia» o «Viena» no deben ser entendidas como una unidad de espíritu y valor, contrapuestas a otras supuestas unidades […] sino como un conglomerado de diferencias, profundas, radicales y reacias a cualquier forma de resumen. Y lo mismo vale para las múltiples subpartes que de un modo u otro extraemos de esos conglomerados: protestantes y católicos, islámicos y ortodoxos; escandinavos, latinos, germánicos, eslavos; urbanos y rurales, continentales e insulares, nativos e inmigrantes[26].

La cultura ha pasado de ser el ámbito donde lo igual se encuentra con lo igual a ser una red de diferencias entretejidas y múltiplemente interrelacionadas cuya intensidad parece acrecentarse a medida que se extienden a lo largo y ancho del planeta. Cualquier categorización o clasificación, aunque útil, es una ficción, siempre y cuando no le demos a “ficción” un sentido negativo según el cual lo ficticio es engañoso. La idea es que cualquier comunidad cultural es una construcción ideal, aunque el establecer ciertas delimitaciones nos sirve de alguna manera a la hora de organizar las múltiples diferencias a nivel teórico.

En definitiva, la defensa de un particularismo cultural no implica la imposibilidad de que ciertos individuos se sientan más afines a un grupo que a otro, de que se percaten de que comparten pautas de pensamiento y comportamiento con algunos de sus vecinos. Sin embargo, no es en esa afinidad donde Geertz sitúa la clave de la configuración de la identidad, sino en eso que conduce a la búsqueda de las afinidades. Expliquémonos. El sentimiento de pertenencia o identificación con un determinado colectivo surge, según Geertz, a partir de la contraposición con esos a los que sentimos como diferentes. La propia situación es percibida como tal en comparación con las de los demás, y las alianzas sociales se tejen en función de oposiciones compartidas junto a cierto olvido de las diferencias existentes entre los que se alían. El hecho de que ciertas diferencias se consideren más abismales que otras depende de los presupuestos con los que se funciona:

No hay, al menos en la mayoría de los casos, por no decir en todos, un punto a partir del cual pueda decirse que el consenso concluye o comienza. Todo depende del marco de comparación, el trasfondo sobre el que se recorta la identidad y el juego de intereses que lo atrapa y anima.[27]

La identidad cultural no es, por tanto, explicable únicamente en base a las características de la población que, teóricamente, la sostiene. Una determinada identidad se configura siempre en relación con un contexto y en contraste con otras identidades:

Son […] las asimetrías entre lo que creemos o sentimos y lo que creen o sienten los otros, lo que hace posible localizar dónde nos situamos nosotros ahora en el mundo, lo que se siente estando allí y adónde querríamos o no ir.[28]

Al hablar de identidad cultural hablamos, por tanto, acerca del resultado de una conflictiva negociación o conversación permanente en el ámbito social. Esa conversación es un proceso constante que nunca cesa y en el que cada individuo adquiere y elabora su perspectiva y sus aspiraciones a cada instante. Dichas perspectiva y aspiraciones no son así el resultado de un determinismo cultural ni de una auto-crítica en aislamiento, sino de una actividad intersubjetiva constante.


BIBLIOGRAFÍA

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[1] En la expresión Third World Revolution Geertz juega con los dos significados que en inglés pueden ser expresados por ella: “tercera revolución mundial” y “revolución del Tercer Mundo”.

[2] C. Geertz: «What was the Third World Revolution?», Dissent; Winter 2005; 52, 1; ProQuest Sociology, p. 35. [Traducción de Efrén Poveda García.]

[3] Ibid., p. 36. [Traducción de Efrén Poveda García.]

[4] C.Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, p. 250.

[5] Ibid, p. 226.

[6] C. Geertz: «Primordial loyalties and Standing entities: Anthropological Reflections on the Politics of Identity», Public Lectures no. 7, Collegium Budapest/Institute for Advanced Study, April 1994, p. 3. [Traducción de Efrén Poveda García.]

[7] C. Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, p. 225.

[8] Ibid., p. 219.

[9] Ibid., p. 219.

[10] Ibid., p. 226.

[11] C. Geertz: Tras los hechos, Dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona, Paidós, 1996, p. 32.

[12] C. Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 226-227.

[13] Ibid., p. 235.

[14] Ibid., p. 237.

[15] Ibid., p. 237.

[16] C. Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, p. 249.

[17] C. Geertz: «Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura», en: C. Geertz: La

interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 20.

[18] C. Geertz: Tras los hechos, Dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona, Paidós, 1996, p. 53.

[19] C. Geertz: «Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura», en: C. Geertz: La

interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 27.

[20] C. Geertz: «Paso y accidente: una vida de aprendizaje», en Geertz, Clifford, Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos, Barcelona: Paidós, 2002, p. 36.

[21] Puede consultarse, por ofrecer un par de ejemplos, «Persona, tiempo y conducta en Bali» o «Juego profundo: notas sobre la riña de gallos en Bali», ambos en: C. Geertz: La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2005.

[22] C. Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, p. 79.

[23] C. Geertz: El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós, 1989, p. 33.

[24] C. Geertz: «El impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre», en: C. Geertz: La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 57.

[25] C. Geertz: «Los usos de la diversidad», en: C. Geertz: Los usos de la diversidad, Paidós, Barcelona, 1996, p. 77.

[26] C. Geertz: «El mundo en pedazos», en: C. Geertz: Reflexiones antropológicas sobre temas

filosóficos, Barcelona, Paidós, 2002, p. 218.

[27] Ibid., p. 258.

[28] C. Geertz: «Los usos de la diversidad», en: C. Geertz: Los usos de la diversidad, Paidós, Barcelona, 1996, p. 80.

2 comentarios:

  1. Al terminar de leer este artículo, me he dado cuenta de que, realmente, la noción configurativa de blog no es adecuada para esclarecer la relación entre un texto y sus posibles respuestas.

    Al margen de eso (xD), si la antropología que propone Geertz sólo sirve para darse cuenta de que lo que tiene en común los humanos es la necesidad de agruparse y enfrentarse, y nada más, no veo en qué puede resultar interesante como antropología.

    Sin embargo, como reflexión filosófica sobre la antropología, me resulta bastante más interesante, aunque al cabo, no parece ofrecer mucho más que lo que lo que la lectura de Foucault o Wittgenstein puede enseñarnos.

    Por último, me da la impresión de que, si yo fuera marxista, siempre podría clasificar (y en consecuencia desacreditar) a Geertz como a un pensador liberal y que por tanto, se mueve en el ámbito de la pura ideología, al menos en tanto que le da prioridad a la libertad individual y a la dimensión simbólica de las, digamos, "agrupaciones sociales" (y no quiero decir con esto que no se pueda acusar igualmente a los otros dos autores que he mencionado, aunque me da la impresión de que sería más difícil).

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