miércoles, 9 de febrero de 2011

ÁPEIRON HIGHLIGHTS 9 (procedente del número 4)

SUFRIMIENTO, MEMORIA Y PRAXIS

Moral después de Auschwitz

Por Alberto Rubio Garrido (Universitat de València)

Dos son las razones que se aducen por lo general para justificar el hecho de que Adorno no escribiera específicamente sobre una ética a lo largo de su amplia obra. En el primer caso, su ausencia se justifica en tono psicologista por el choque íntimo contra una vivencia de la realidad dominada por la decepción, dando lugar a una frustración paralizante en el terreno ético. El derrotismo de la razón habría conducido a la carencia de una ética. Recordemos que Adorno, así como el resto de miembros del Instituto de Francfort, buscaron el exilio en su huída de la Alemania nazi y siguieron los acontecimientos desde la distancia con la amargura de quienes intentaron prevenir de la catástrofe. En el segundo, respondería a la tajante oposición por parte de Adorno a toda formulación teórica positiva, de ahí que un análisis al uso de su obra en busca de la normatividad propia de la tradición moral no encuentre sino una inexplicable carencia. En cualquier caso, todo discurso ético basado en el pensamiento adorniano ha de ser elaborado con un muy escaso material, de ahí las numerosas controversias a las que ha dado lugar. En esta ocasión, lejos de defender la tesis escéptica sobre la filosofía de Adorno como producto del resentimiento queremos extraer de su extensa producción los argumentos que nos permitan estructurar su pensamiento ético. Si bien es cierto que las referencias explícitas a este tema son escasas, esperamos poner en evidencia en este trabajo que la filosofía de Adorno puede leerse en su práctica totalidad en clave moral.

Z. Bauman nos recuerda que “el holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento álgido de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura”. Si Auschwitz no puede ser considerada como una disfunción en el progreso de nuestra civilización, la pregunta que en primer lugar deberemos hacer frente es dónde reside ese impulso autodestructivo en el programa supuestamente emancipatorio de la modernidad. Auschwitz obliga a enfrentarse contra la imbricación de progreso y represión, contra la complicidad de la razón moderna con el principio de dominación. La extensión a todos los ámbitos de la sociedad moderna de esta lógica interna, junto con el persistente sufrimiento de la humanidad como prueba incuestionable de su fracaso, serán tomados como los revulsivos en origen contra la modernidad. Adorno estructura su pensamiento partiendo desde esta convicción negativa, de ahí su sistemática oposición a la elaboración de un programa positivo como el que abunda en la ética. En sustitución, Adorno defiende un tipo de praxis crítica que cuestiona desde la raíz el autocomplaciente sistema moral heredado de la modernidad, siendo la sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno el resorte que obliga a movilizarla. La única certeza de la que el hombre puede servirse para elaborar una alternativa es la necesidad de que algo así no vuelva a suceder. El sufrimiento, la memoria y la praxis articulan la moral negativa de Adorno.

1. SUFRIMIENTO Y MODERNIDAD

“Ya con el primer golpe que se le asesta pierde [el prisionero] algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo”. El cuerpo, “las fronteras de mi yo” dice Améry, es lo que nos protege del mundo externo. Es, pues, la prueba más inmediata de cómo se entabla una relación con el otro. En el caso del sometido, el cuerpo es el transmisor de una descorazonadora certeza: la caída al abismo del sin-sentido. De las numerosas garantías que se traslucen de la experiencia en la confianza en el mundo, como la “fe irracional en el férreo principio de causalidad” o la “validez de la inferencias deductivas”, es “los otros […] respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico” la que con su desmoronamiento “con el primer golpe” arrastra a todas las demás. En última instancia, en un régimen de precaria subsistencia, el cuerpo es el último reducto de la prueba de la propia existencia. Si te lo arrebatan, te arrebatan la existencia misma, “la violación corporal perpetrada por el otro se torna una forma consumada de aniquilación total de la existencia”[1]. Para quien sufre, la pérdida de sentido en el mundo tiene su más palmaria evidencia en la incredulidad frente a algo “que no debería de estar ocurriendo”. Como sostiene Adorno, “la aptitud para la metafísica quedó paralizada, porque lo que sucedió le hizo añicos al pensamiento especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”[2]. No hay forma de dar una explicación de Auschwitz compatible con los postulados emancipadores modernos, pese a que Auschwitz esté indisolublemente ligada a la modernidad. Constituye una motivación persistente para la renovada reflexión sobre lo incomprensible de una catástrofe que se produjo en medio de la cultura occidental y de sus supuestos logros civilizatorios. En ello reside su potencial destructor. La consecución de un episodio contrario a todo discurso racional, germina en su seno y elude todo análisis en sus términos. Su indulgente catalogación por parte de la historia oficial en hijo ilegítimo confirma su pertenencia a la familia.

Adorno y Horkheimer denunciaron desde Dialéctica de la Ilustración que la aparente estructura de progreso de la historia, en realidad contradictoria y apuntando desde el principio al fracaso, consistía en asumir cierto dolor en el presente como medio para un fin que era su ausencia en el futuro. Un cierto sacrificio en el presente, que no era sino el dominio y la explotación de la naturaleza, tanto de la exterior al sujeto moderno como la interior, abría para el futuro la esperanza de unas mejores condiciones de vida. Sin embargo, en tal magnitud aumenta el dolor que la historia provoca y justifica, que finalmente se desprende de ella, se libera de toda dependencia de una finalidad exterior a sí mismo y forja él solo una totalidad de sentido que ya no apunta a su superación. De medio pasa a ser fin. Deja de servir al futuro para instaurar un presente cerrado y hacerse absoluto. Si la historia admitió el dominio como motor del progreso, finalmente el dominio anula la historia. La crítica de la razón instrumental, germen autodestructivo del proyecto ilustrado, es crítica de la modernidad desde la modernidad cuyo mecanismo operativo reside en la identificación de los medios con los fines. La crítica de la modernidad se traduce en crítica de la identidad. Benjamin advierte contra las filosofías del progreso que “para los oprimidos la excepcionalidad es la regla”, desde la opresión es claro el poder reductor de la identidad. La exclusión con la entrada en la excepcionalidad inaugura en la víctima una caída que es la prueba más clara de la naturaleza dominadora de la identidad, por su carácter represivo hacia lo no-idéntico como medio para su erradicación, así como por la identificación de lo no-idéntico en lo oprimido como medio para excluirlo de su propia lógica. Mientras la existencia del dolor podía contemplarse como medio para un fin, y por tanto se lo ubicaba como obstáculo, prueba a vencer, se lo entendía como limitado y superable, algo contra lo que luchar y que poder derrotar, y así reforzaba él mismo la temporalidad, era casi motor del cambio como lo es en la naturaleza. Auschwitz es el paradigma de la opresión desde el estado soberano a un grupo de individuos como medio para su erradicación, después de que dicho grupo y la pertenencia al mismo haya sido determinada por los autores del homicidio masivo. Confirma cómo el dominio pasó de ser un medio a un fin en sí mismo y el sufrimiento su prueba empírica sobre el individuo. El dolor adquiere una nueva dimensión en el contexto de esta pérdida de sentido. Aquello que podía apartarse en la historia personal pasa a ocuparla por completo, colapsándola, pero no sin dar lugar a un momento de claridad crítica. ¿En qué consiste este sufrimiento excluido de la lógica sistémica de la razón instrumentalizada? ¿Cuál es su capacidad de apertura de horizontes explicativos?

2. EL VALOR COGNITIVO DEL SUFRIMIENTO Y SU LÍMITE

Para dotar al colectivo de rasgos humanos, el individuo tiene que cargar con lo inhumano. Hay que despreciar la humanidad en el orden individual para que ésta aparezca en el plano del ser colectivo[3].

W. Benjamin

En Minima Moralia, Adorno hace de su “vida dañada” la experiencia del colapso del pensamiento occidental. La vivencia del dolor, el sufrimiento somático, consolida la necesidad de una crítica del pensamiento de la identidad y de la totalidad como subsunción de lo singular en lo universal. Nos da, además, la clave de su condición de posibilidad puesto que “en la edad de la decadencia, la experiencia que el individuo tiene de sí mismo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que él simplemente encubría durante el tiempo en que, como categoría dominante, se afirmaba sin fisuras”[4]. Tal y como lo defiende Adorno en su dedicatoria, el sufrimiento constituye una fuente de crítica inmanente, desde la subjetividad hacia el colectivo, desde la experiencia hacia el conocimiento. La naturaleza del dolor se revela contra la identificación hegeliana del individuo con la sociedad, tan cargada de promesas emancipatorias. Lo cierto es que la experiencia individual, y muy especialmente el sufrimiento, contradice la promesa de libertad y reconciliación universal. Desde el dolor individual del sufriente es clara la coacción a la que lo somete el universal dominante y de su carácter asimétrico. El hacerse cargo de sus límites corporales por la naturaleza intransferible del dolor es la clara muestra de la existencia de lo particular, un yo-víctima diferente a un tú-verdugo, y de la categoría intrínsecamente dominante del universal. Minima Moralia representa en sí misma la necesidad de expresión subjetiva de una vivencia colectiva de terror y sufrimiento y de su valor cognitivo: la “huella más diminuta de sufrimiento sin sentido en el mundo de la experiencia desmiente toda la filosofía de la identidad, que desearía convencer a la experiencia de lo contrario”[5]. Desde esta convicción en la relevancia de lo particular, desde el sufrimiento experimentado, podemos desenmarañar dos momentos cruciales de la dialéctica materialista adorniana. Por un lado, Adorno insiste en la capacidad inmanente de formalización de la contradicción entre la pretensión del sistema y la realidad atendiendo a la experiencia subjetiva, y por otro, en la posibilidad de desactivar la lógica coactiva dando cabida a lo no-idéntico al hacerlo concepto.

Esta paradójica trascendencia de la crítica inmanente es una recurrente objeción por parte de los comentaristas de la obra de Adorno. Para ellos, la paradoja en este punto se vuelve estructural, en el sentido de conformar el esqueleto discursivo. ¿Cómo es posible trascender desde la inmanencia sin una instancia exterior de referencia? “Mientras que el enfoque inmanente amenaza con recaer en el idealismo, en la ilusión del espíritu autosuficiente, que manda sobre sí mismo y sobre la realidad, el enfoque trascendente amenaza con olvidar el trabajo del concepto y con darse por satisfecho con la etiquetación reglamentaria, con la descalificación convencional” y a la contra, “ninguna teoría […] está segura contra la perversión en la demencia una vez que se ha despojado de la relación espontánea con el objeto. La dialéctica tiene que cuidarse de esto igual que del cautiverio en el objeto cultural”[6]. La trascendencia y la inmanencia no son instancias que puedan valerse por sí solas. La amenaza de su fracaso como sustento idealista o ideologista nos deben poner alerta en su potencial cosificador. La dialéctica se debe resistir a ambas, de ahí su carácter aparentemente ambiguo. La pregunta sobre la capacidad de trascender de la inmanencia está, pues, claramente errada. El discurso trascendente y el inmanente, ambos necesarios e imprescindibles, deben situarse simultáneamente niveles del lenguaje diferentes, de ahí que la interpretación de la dialéctica negativa como una estructura aporética evidencia una confusión. Cierto que la aporía juega un papel crucial en su desarrollo, en su “ir más allá del concepto”, pero las contradicciones estructurales que se le achacan pretenden desmantelar su justificación última. Otros autores defienden, con mayor acierto en nuestra opinión, que se puede elaborar una estructura del pensamiento adorniano sin incurrir en aporía performativa[7]. En nuestro caso, basta con mencionar cómo “el pensamiento adorniano está “surcado por una pluralidad de intereses teóricos sedimentados en distintas consideraciones teóricas” que da cabida a un discurso inmanente y otro trascendente que “se necesitan y se arrojan desde sí una y otra vez”. Esto pasa por una “aproximación entre la estética y la filosofía [con] una función eminentemente crítico-epistemológica”.

Una vez aclarado este punto, queda suficientemente contextualizada la réplica a la positivización de las teorías adornianas. La dialéctica negativa no es absoluta. Aspira más bien a su autosupresión por medio de la crítica, negando la positivación, llevando el pensamiento a un estado activo de suspensión. En el tema que aquí desarrollamos, esto se traduce en el rechazo de una ontologización del sufrimiento. Este es efectivamente “la oportunidad para que el pensamiento identificador y discursivo pueda tomar conciencia de lo poco que alcanza a penetrar en lo pensado, de lo poco que alcanza su meta: lo no idéntico, nace de la experiencia del dolor. El conocimiento sin esa experiencia permanece estático y estéril”[8]. En el sufrimiento se anuncia la dimensión somática del conocimiento, que impide que este sea identificado sin más con el pensamiento discursivo. Pero, a su vez, Adorno reconoce que no hay discurso sin concepto y nos recuerda que “el sufrimiento elevado a concepto permanece mudo y sin consecuencias”[9]. Hacer trascendente el dolor, elevarlo a concepto, cancelaría su capacidad subversiva. En el sufrimiento se manifiesta una coacción de lo individual por lo universal, pero también una clara muestra de su límite discursivo. En estos dos puntos reside la naturaleza aporética del sufrimiento. Por una parte es certeza íntima, y por otra, incita la duda del que está fuera. El sufrimiento es lo que posibilita la crítica, su origen, al mostrar la no reconciliación del sujeto con la realidad. No es la referencia que lo legitima. Es más, hacer trascendente el dolor sería tanto como inmovilizarlo en una instancia imprescindible, cuando el sufrimiento no tiene necesariamente porque existir, y desactivaría su potencialidad: “la crítica de la ontología no acaba en otra ontología, tampoco en una ontología no ontológica. En ese caso lo que haría sería establecer algo otro como lo primero por antonomasia; esta vez no la identidad absoluta, el ser o el concepto, sino lo no idéntico, lo existente o la facticidad. De esta manera hipostatizaría el concepto de lo no conceptual y actuaría contra lo que dicho concepto nombra”[10].

3. LA ÉTICA DE LA RESISTENCIA

No existe vida justa en medio de lo falso[11].

Th. W. Adorno, Minima Moralia

El sufrimiento tiene, pues, un potencial cognitivo que se sitúa entre la teoría y la experiencia. En esta condición ambigua reside precisamente su valor y su límite. El sufrimiento participa a la vez de una condición de irreductible singularidad y se resiste a no trascender el ámbito meramente privado. Se trata de un conocimiento íntimo que se eleva a certeza, pide su transmisión más allá de la experiencia individual y a la vez es innegable la inherente dificultad de este paso. En efecto, reconoce Adorno, “nadie puede reproducir el dolor de otro en la propia imaginación”. Esa dificultad es, no obstante, la medida misma de su virtud puesto que para eliminar dicha ambigüedad la razón tendría que autoafirmarse en una autarquía autolegislativa que desposeyera a las señales somáticas de todo valor normativo. La ambigüedad del valor cognitivo del sufrimiento es un revulsivo contra la razón totalizadora. En este sentido podemos adelantar que su capacidad de crítica reside precisamente en esa irreductibilidad por parte de la razón, por no dejarse objetualizar. Por otra parte, hemos visto la falacia en la que incurriríamos al pretender ontologizar el sufrimiento. Es necesario no perder de vista sus límites teóricos para no desactivar su potencial. En este sentido queremos ahora dar un giro necesariamente práctico para ahondar en su aplicabilidad en el terreno moral.

De igual modo que podemos situar al sufrimiento en un plano teórico como el “aguijón de lo no-idéntico”, en su vertiente práctica el sufrimiento es la llamada a la acción. La experiencia del sufrimiento ajeno nos impulsa irracionalmente –en el sentido de no tener su origen en la razón legisladora- hacia su denuncia e interrupción. “El impulso, el miedo físico desnudo y el sentimiento de solidaridad con los cuerpos atormentables, según un dicho de Brecht, que es inmanente al comportamiento moral, sería negado por la aspiración de racionalización despiadada. Lo más urgente se tornaría de nuevo contemplativo, una burla a su propia urgencia”[12]. En el impulso que nos arrastra a denunciar la injusticia, el dolor ajeno, se origina una praxis que para Adorno es el medio para denunciar la complicidad de la razón moral. La chispa que enciende la mecha de esta praxis es el sufrimiento y su fin último la impaciente erradicación del sufrimiento. Muchas son las dificultades que un planteamiento así nos presenta, como muchas son las malinterpretaciones a las que puede dar lugar. Intentaremos avanzar con prudencia. En primer lugar, debemos recalcar que ese impulso no nace de la compasión. En Dialéctica de la Ilustración quedó formulado que la compasión nace de un narcisismo que confirma la “regla de la inhumanidad a través de la excepción que practica”[13] dado que no existe adecuación entre la moral individual de la que nace con la producción estructural de humillación contra la que lucha. No obstante, podría reconocerse que la sensibilidad hacia el prójimo es de naturaleza semejante a la del impulso al que anteriormente nos referíamos. Intentaremos en lo que sigue perfilar las diferencias.

Adorno propone un tipo de praxis que nace de un impulso pero no debe interpretarse como una negación del valor teórico. Su resistencia a toda hipostatización se extiende a este terreno. “Habría que establecer una conciencia de teoría y praxis que ni las separe de tal modo que la teoría se vuelva impotente y la praxis arbitraria, ni tampoco quebrante a la teoría por medio del primado protoburgués de la razón práctica proclamado por Kant y Fichte. El pensamiento es un hacer, la teoría es una figura de praxis; solo la ideología de la pureza del pensamiento engaña a este respecto”[14]. La teoría y la praxis son necesarias e indisoluble es su vínculo. Adorno exige del pensamiento que reflexione sobre su propia falta de libertad, pero también, que resista a la coacción de la aplicación práctica a través de la que se impone como la praxis instrumental dominante. Tanto teoría sin praxis como praxis sin teoría están llamados al fracaso dadas las condiciones de coacción a las que deben de hacer frente. De ahí la necesidad de incorporar la dimensión somática del sufrimiento al discurso moderno. Siendo la barbarie parte del programa ilustrado, es difícil seguir defendiendo la erradicación del sufrimiento en el mundo a través de la pura racionalización del comportamiento humano. El fracaso persistente de la moral individual en su intento por erradicar el sufrimiento, confirmado dramáticamente en Auschwitz, es la prueba fehaciente de su incapacidad reconciliadora. La complicidad establecida por la sociedad administrada y la dispensación de exenciones morales ha propiciado una ceguera estructural frente al sometimiento del individuo a la propia lógica coercitiva y un alejamiento respecto del sufrimiento ajeno que en última instancia responde a la auto-conservación del sistema. Sin esta complicidad no sería posible dar una explicación a la barbarie que acompaña la modernidad y que es intrínseca a ella. “La posibilidad de una crítica moral de la coacción social que no entronice un principio moral tan coactivo y frío frente a la naturaleza interna del sujeto como la coacción social que critica, depende de que la moral acoja en sí la experiencia del sufrimiento que produce la dominación y que tiene un inextinguible sustrato somático. Pero, al mismo tiempo, el sufrimiento en última instancia somático sólo puede ser algo más que un puro hecho bruto[…]. El impulso somático ha de encontrar expresión, ser reconocido y nombrado para alcanzar relevancia moral”[15]. No se trata de convertir el sufrimiento en el fundamento sobre el que axiomatizar una moral reguladora. Ha de revalorizarse la capacidad por parte del impulso de generar la autorreflexión de la razón legisladora desde la praxis, así como no dejarse llevar por la acción irreflexiva. La moral deberá fundamentarse en una suspendida dialéctica entre la reflexión y el impulso somático que no cancele la tensión entre ambos, dado que aisladamente contienen riesgos inaceptables.

4. MORAL NEGATIVA, ARTE Y SOCIEDAD

Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico en el estado de su falta de libertad: el de disponer su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante[16].

Th. W. Adorno, Dialéctica negativa.

Un enunciado como el de “la moral no sobrevive más que en el materialismo sin tapujos”[17] junto con “la autocrítica de la razón es su moral más auténtica”[18] contienen la convicción que impulsa a desarrollar un pensamiento moral como el de Adorno. La atribución de un valor cognitivo al sufrimiento y su concepción del pensamiento como crítica del dominio sobre lo no-idéntico articulan su posicionamiento moral que exige adoptar la perspectiva de los oprimidos, de las víctimas de la historia. Es necesaria una construcción crítica de la historia que ponga el acento en el lado oscuro de la “historia oficial” que comprenda el proceso histórico bajo el signo de la persistente falta de libertad y se revele contra la lógica del progreso legítimo. “Dicha construcción no buscará en el pasado la fuente y el origen de un presente constituido y vigente, es decir, aquello del pasado que se afirma victoriosamente en el presente y le sirve de legitimación, sino aquello que rompe el continuo de injusticia que generó y genera ininterrumpidamente sus víctimas y al romper ese continuo abre la posibilidad de un presente alternativo. Ninguna víctima queda legitimada como precio anónimo de un presente o un futuro supuestamente mejores, ni puede ser olvidada como irrelevante para un presente construido de espaldas a ella. Solo reconociendo los derechos pendientes de las víctimas es posible escapar a la lógica de dominio, que enmascara ideológicamente su éxito histórico como universalidad lograda, para seguir produciendo víctimas destinadas a caer en el pozo del olvido”[19]. Esta inversión de la “historia oficial” impulsa a un pensamiento que quiera hacer honor a la verdad y a alinearse negativamente frente a los enunciados positivos de la modernidad. El recuerdo de la barbarie es necesario y no debe ser apartado por ningún falso decreto moral, que no atiende sino al espíritu auto-conservador de la razón instrumentalizada. Es iluminadora en este sentido la correspondencia que intercambiaron a lo largo de años el filósofo Günter Anders y el piloto de Hiroshima Claude R. Eatherly[20]. “La tecnificación de la existencia […] ha cambiado toda nuestra situación moral”, dice Anders, dándose la desconcertante posibilidad de ser “inocentemente culpables”. ¿Cómo puede un hombre hacerse moralmente cargo de la muerte de 200.000 personas? No es posible, simple y llanamente. Siendo así, se presentan dos casos extremos de comportamiento moral: el de un Eichmann que se defendía con “En verdad, yo no fui sino una pequeña pieza de la maquinaria, limitándome a cumplir las instrucciones y las órdenes del Reich. No soy ni un criminal ni un asesino en serie”[21] o un Eatherly quien “intenta mantener viva la conciencia en la época en que el aparato prevalece sobre el individuo” al hacerse responsable de algo donde se limitó a dar la orden de “adelante”. La respuesta social a un tal dilema moral se traduce sintomáticamente en la condena a muerte de Eichmann y el internamiento psiquiátrico de Eatherly. Este caricaturesco desenlace es prueba de la disfunción en la administración de la moral individual en nuestras sociedades tardo-capitalistas. “The truth is that society simple cannot accept the fact of my guilt without at the same time recognizing its own far beeper guilt”, reconoce Eatherly.

La reclusión de la culpa al ámbito del sujeto se nos presenta como un mecanismo más del presupuesto auto-conservador que potencia la ceguera interesada. El recuerdo de esa contra-historia es la respuesta moral negativa frente a tal complicidad. De ahí que el imperativo adorniano no presuponga la libertad del sujeto como fundante sino que otorga a los acontecimientos históricos la fuerza imperativa. El individuo debe disponerse a ser receptivo al impulso contra el sufrimiento que nace del dolor somático y la solidaridad y se alimenta del recuerdo. La fundamentación de la moral adorniana se realiza desde la negación del mal, nunca desde la afirmación del bien. Escapar de la barbarie debe ser el objeto de la moral después de Auschwitz. “El objeto de la teoría no es lo bueno, sino lo malo. […] Su elemento es la libertad; su tema, la opresión. […] Sólo hay una expresión para la verdad: el pensamiento que niega la injusticia”[22]. No obstante, Adorno es consciente de los límites en su aplicación de esta teoría moral. Es más, dado el estado de dominación de la naturaleza, de la sociedad y del individuo que acompaña al sistema tardo-capitalista, la praxis autónoma desde la que se debe organizar una sociedad libre no puede darse. Es condición fundamental que las condiciones de intercambio, propiedad e identificación sean transformadas para que la praxis verdadera pueda darse lugar. De lo contrario, toda reacción al sistema desde su seno, con su lógica, no escapará de aquello de lo que huye. Pero en medio de esta “vida falsa” hay lugar para la resistencia. Si, tal y como veíamos, la sensibilidad hacia sufrimiento es el detonante de praxis auténticas, el arte representa su modelo. Dada su negativa a la praxis, las obras de arte “oponen su memento contra el prototipo de actividad práctica de hombre práctico, detrás del que se esconde el apetito feroz de la especie, que no será humanidad mientras se deje dominar por él y se fusione con el dominio”[23]. Puesto que la relación de las obras de arte con la realidad no es de tipo instrumental, en el arte se preserva la no identidad de lo no-idéntico de la naturaleza consigo misma. La lógica estética no es total o idealista, preserva lo particular de su sometimiento a lo unitario. “Las obras de arte sintetizan elementos incompatibles, no idénticos, en fricción lo unos con los otros; ellos son los que verdaderamente buscan la identidad de lo idéntico y lo no idéntico de manera procesual, porque su unidad es un elemento y no la fórmula mágica para el todo”[24]. Las obras de arte conservan el impulso somático en una praxis que se resiste a la dominación y “consiguen responder a la necesidad objetiva de un cambio de conciencia que podría terminar en un cambio de realidad”[25]. El sufrimiento es el “aguijón de lo no-idéntico”. El arte es el “lugarteniente” de una praxis auténtica y de una contraimagen de la sociedad.



[1] J. Améry, Más allá de la culpa y de la expiación. Pre-Textos, Valencia. 2001, p. 90.

[2] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Akal, Obra completa, 6. 2006, p. 353.

[3] W. Benjamin, Aufsätze, Essays, Vorträge. Suhrkamp, Frankfurt a. M. GS II, 3. 1980, p.1102.

[4] Th. W. Adorno, Minima Moralia. Akal, Obra completa, 4. 2006, p.20.

[5] Th. W. Adorno, Dialéctica… p. 203.

[6] Th. W. Adorno, Crítica de la cultura y sociedad, vol. I. Prismas sin imagen directriz. Akal, obra completa 10/1, Madrid. 2008, p. 24.

[7] Nos referimos en concreto a los tres grados de reflexión que propone V. Gómez en “La estructura de ‘Teoría estética’” en El pensamiento estético de Theodor W. Adorno. Cátedra, Valencia. 1998, pp. 91-119.

[8] J. A. Zamora, Th. W. Adorno. Pensar contra la barbarie. Trotta, Madrid. 2004, p. 210.

[9] Th. W. Adorno, Teoría estética. Akal, Obra completa, 7. 2004, p.35.

[10] Th. W. Adorno, Dialéctica… p. 140.

[11] Th. W. Adorno, Minima… p.43.

[12] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa… p. 281.

[13] M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Trotta, Madrid. 2006, p. 123.

[14] Th. W. Adorno, “Marginalien zu Theorie und Praxis”, en GS10, p. 761. Citado y traducido en J. A. Zamora, Th. W. Adorno… p. 254.

[15] J. A. Zamora, Th. W. Adorno… p. 266.

[16] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa… p. 358.

[17] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa… p. 365.

[18] Th. W. Adorno, Minima… p.141.

[19] J. A. Zamora, Th. W. Adorno… p. 50.

[20] G. Anders, Más allá de los límites de la conciencia. Correspondencia entre el piloto de Hiroshima y Günther Anders. Paidós, Barcelona, 2003. Las citas corresponden a las cartas 1 y 57.

[21] Life, 9 de enero de 1961. Citado en G. Anders, Más allá de… Paidós, Barcelona. 2003, p. 182.

[22] M. Horkheimer y T. W. Adorno p. 247.

[23] Th. W. Adorno, Teoría… p.359.

[24] Th. W. Adorno, Teoría… p.263.

[25] Th. W. Adorno, Teoría… p.361.

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